Dramaturgo / Isidora Aguirre  

 

 


Mi primo Federico

de Isidora Aguirre

II

       

Al volver la luz, Lena está tendiendo una sábana y luego seguirá tendiendo faldas, delantal, puntas para echarse sobre los hombros. Rosa parece dormitar en la silla. Lena se le acerca y la mira, sin hacer ruidos.

Rosa: ¿Qué me miras?. ¿Por si me han aparecido nuevas arrugas?
Lena: Usted siempre pensando en su edad. Es fuerte y se muy joven. Yo sí, estoy avejentada. Por lo que no duermo.
Rosa: (Tomando SU labor de costura). ¿Cómo es eso, que no duermes?
Lena: Es que me pongo a pensar y pensar. (Suspira). Ganas ciento de dormirme ¡y no despertar nunca!
Rosa: Estabas alegre. Y ahora ¡tan deprimida!
Lena: Es que decidí contárselo, doña Rosa. Tiene razón esa mujer que le aconseja hablar a su sobrina, la Rosita de la historia.
Rosa: (Preocupada). Te escucho, Lena
Lena: Tendré que salirme de mi casa. Y quiero que usted sepa la razón: ¡es que ya me empieza a notar en el cuerpo! (Indica su barriga)
Rosa: ¿De qué hablas¡
Lena: De tener un hijo.
Rosa: (Luego de un silencio). ¿De cuánto estás?
Lena: Tres meses y seis días. No, tres y siete días. (Rosa se la queda mirando, con extrañeza). Es lo que ha transcurrido desde que aquel hombre... (Cubre su rostro con las manos) ¡Pero no me arrepiento, doña Rosa!. Me dijo que me quería, para que yo me dejara. Yo sabía mucho, aunque nunca había tenido hombre. Usted sabe, una se las arregla para saberlo todo. Y cuando él me dijo, "pero si eres virgen", me avergoncé de que lo notara. Es que le había hecho creer que tenía experiencia. (Pausa) ¡Ay, qué desgracia, doña Rosa!
Rosa: Una envidiable desgracia... (Sin mirarla, para sí). Un hijo. Qué diferente hubiera sido mi vida de tener un hijo, una hija alguien por quién vivir. Algo tuyo. Y no estar viviendo de recuerdos. De las vidas de otros. LLenando los vacíos con historias, esas que te gusta tanto escuchar. ¡Envidiable desgracia la tuya!
Lena: Es lo que se dice cuando no se lleva en el vientre algo prohibido. Tendré que visitar a la Vieja que vive junto a la noria. La que quita las semillas...
Rosa: ¡No! No puedes hacer eso, estás muy avanzada, tres meses y más.
Lena: ¿Qué puede ocurrirme?
Rosa: Una infección y te mueres.
Lena: Morirme no me importa.
Rosa: ¿Y si se lo dices a tu tía?
Lena: Me echa a la calle. Aparte de que no tengo donde ir, me he acostumbrado a vivir a la sombra de esta tía, y de las otras que ya se han ido muriendo. La quiero, aunque usted no me lo crea.
Rosa: Inténtalo. Quizá le guste la idea de tener un chico en la casa.
Lena: Es que no la oyó usted hablara de una mujer que parió un hijo sin padre. Una que estranguló con sus manos al hijo recién nacido, luego... fue horrible.
Rosa: Aguarda... ¿Cuándo unos perros desenterraron el cuerpo de la criatura y hubo gran escándalo?
Lena: Ah, lo sabía usted. Ocurrió cerca de aquí.
Rosa: Mi primo lo dejó escrito en una obra de teatro.
Lena: Pues, sepa que mi tía maldijo a aquella mujer, no por asesina del hijo, sino por atreverse a pararlo siendo soltera. La pobre mujer tuvo que huir.
Rosa: Así lo cuenta Federico en "La casa de Bernarda Alba"
Lena: (Sorprendida) ¿Alba? Bernarda, dijo?. ¿No es Frasquita Alba?
Rosa: Frasquita era su verdadero nombre. ¿Cómo es que sabes de ella? fresquita Alba era vecina de mi primo Federico.
Lena: (Sentándose, ansiosa a sus pies). Por favor, ¡cuénteme de esa mujer!
Rosa: Más vale que lo leamos, porque esta vez, mi primo contó la vida sin cambiar nada. (Toma el libro). Todo empezó cuando muere el marido de Bernarda Lo están velando en la iglesia. Verás cómo se expresa de ella su Vieja criada, La Poncia. Dame eso. (Indica un chal oscuro que Lena le pasa, se lo echa sobre los hombros y representa a La Poncia). Has cuenta que soy La Poncia. (Dejando el libro). Sé de memoria lo que está escrito.
Lena: ¿Y yo, doña Rosa?
Rosa: (Sonríe) Tú, como la criada, responde lo que quieras. (Actuando con énfasis, como La Poncia). "Llevan ya más de dos horas en la ceremonia. Han venido curas de todos estos pueblos. La iglesia se ve hermosa. En el responso se desmayó la MagdaLena. (Como explicando a Lena, saliendo algo del rol de La Poncia). De las cinco hijas de Bernarda ésa era la única que quería al padre. (Retoma el rol). Ay, ¡gracias a Dios que estamos solas tú y yo en la casa!. Me salí de la Iglesia porque quería comer, y que ella no se entere.
Lena: ¿Le parecía mal a Bernarda?
Rosa: Muy mal, porque ella está ayunando por duelo. Y si no come, quisiera que todos se mueran de hambre. ¡Ah, dominante!. Pero, que se fastidie. ¡Comeré de sus chorizos!
Lena: ¡Qué clase de mujer ha de ser esa Bernarda!. Me asusta.
Rosa: "Tirana". Capaz de sentarse encima de tu corazón y ver cómo te mueres durante un año sin que se le cierre la sonrisa, esa sonrisa fría que lleva en su maldita cara. ¡Limpia vidrios, limpia esto, limpia lo otro!
Lena: Como mi tía Vieja, la que murió.
Rosa: Porque ella es la más aseada, la más decente, la más alta, ¡buen descanso ganó el pobre de su marido!
Lena: Ay, ¡me recuerda mucho a esa tía Vieja que, en verdad, era mi abuela!
Rosa: (Actuando, brazos en jarra). ¡Treinta años lavando sus sábanas, treinta años comiendo sus sobras, noches en vela cuando tose, días enteros mirando por la rendija para espiar a los vecinos y llevarle el cuento! ¡Mal dolor de clavo le pinché los ojos!
Lena: (Se cubre la boca) ¡Por Dios!
Rosa: (Saliendo del personaje, ríe ante la sorpresa de Lena). Pues ¡así era!. Y ¿cómo es eso de que te recuerda a una tía que en verdad era tu abuela?
Lena: Mi madre se casó contra la voluntad de la abuela y ella la corrió de su casa. Entonces se vino a vivir aquí, con esta tía. Y cuando me llevaban a visitar a la abuela, me hacían decirle "tía Vieja". Mi madre tuvo que cambiar su nombre. La odiaba por tirana, decía.
Rosa: Y esa mujer con la que vives ahora, la que se convirtió en tu carcelera y está medio ciega y medio sorda...
Lena: Es hermana de mi madre. Nunca se casó. Sí, está ya bien Vieja, pero tiene fuerzas para regañarme y prohibirme esto y lo otro todo el santo día. Es como una enfermedad, y la compadezco.
Rosa: Así se van amargando las que no disfrutaron de sus años mozos, Lena Y tú ¿por qué siempre llevas luto, mujer?
Lena: Ahí puso usted el dedo en la llaga. Mi luto. Bueno, ya tengo costumbre. Somos pobres y sólo tengo estas ropas.
Rosa: Debiste decirlo. Puedo darte algunos de mis vestidos.
Lena: La verdad ¡tengo uno precioso!. De fiesta.
Rosa: ¿De "Manola"?
Lena: No. Para bailar. De "faralaes", vuelos desde aquí hasta el ruedo. Color verde esmeralda. Pero nunca pude llevarlo, doña Rosa. El día en que me lo compraron, al cumplir los 13 años ¡murió mi padre!. ¡Mal rayo lo parta! (Se santigua automática­mente)
Rosa: ¡Cómo puedes hablar así de tu padre!
Lena: Digo "mal rayo lo parta por haberse muerto."
Rosa: Eso está mejor.
Lena: ¡Mal rayo lo parte por morir justo cuando no debía!. (Se santigua de prisa). Tenía el vestido puesto para celebrar mi fiesta y vienen a decir que murió al caer del caballo. Una borrachera... Mire qué poco oportuno. "Son ocho años de luto" dijo mi madre. Luego murió ella: son ocho años de luto", dijo mi tía la Vieja. Y a poco muere ella. Y la que vive conmigo... pues, lo mismo. Ahora yo le digo, doña Rosa para qué me hace usted hablar!
Rosa: Entonces ¿nunca pudiste llevar tu vestido de faralaes?
Lena: ¿Por qué lo pregunta?
Rosa: Según los escritos de mi primo, Adela, la menor de las hijas de Bernarda, lucía un vestido así bailándole a las gallinas. El mismo lo vio en la casa del lado.
Lena: Pues, esa pobre niña era yo. Aunque nunca se me ocurrió bailarle a las gallinas. Pero sí, a solas en mi cuarto. Me lo ponía y bailaba. ¡Ni siquiera tenía un espejo para verme!. ¡Odio con toda mi alma a los difuntos de mi familia... que se pudran en la tierra (Se santigua). Que me perdonen ellos, pero ¡son tantos!. Cada año moría alguno.
Rosa: Es que en estos pueblos pequeños, todos están emparentados, Y vaya que se lleva la cuenta de quién casó con quién, o del que, sin lazos de sangre, viene a ser tu tío o tu primo. Y aún si el parentesco es lejano, lo mismo has de afligirte y llevar luto. Bueno, son los reglamentos.
Lena: ¿Hasta cuándo, doña Rosa, vamos a callar y obedecer a los reglamentos?
Rosa: Me lo preguntas, pero los obedeces: no te atreves a tener ese crío.
Lena: Pero ¡los rompí una vez!. Cuando me monté a la grupa del caballo de aquel desconocido. Y él tenía esposa, yo lo sabía. Me quería sólo por diversión.
Rosa: Dijiste "no me arrepiento"
Lena: ¿Está mal?. ¡No quería morirme virgen!. Una mujer, al menos que entre a un convento, tiene que conocer la vida ¿no?. Ya sé que usted no piensa así, doña Rosa.
Rosa: Esta Rosa ya está deshojada. (Pausa) Ten ese hijo. Aquí, en mi casa.
Lena: ¡No! ¡No me atrevo!. Mire usted, sólo conozco una clase de vida, ésta, la que llevo con mi tía. Me asusta empezar una vida diferente, en la que todos me señalen con el dedo, la de "ahí va la mujerzuela, la sin honra, la vergüenza de este pueblo". Porque no lo voy a estrangular... para que lo desentierren los perros. Pero tenerlo ¡tampoco!

Se queda en el suelo, cabeza entre las manos, sumida en su depresión.

Rosa: Quizá cambies de idea escuchando lo que cuenta mi primo... ¿Quieres escuchar más de Bernarda Alba? (Lena asiente) ¡Qué sabio era Federico!. Si tal parece que estuvo metido dentro de esas casas, volando por sobre los patios clausurados, que se iban cargando de silencio, de rencores. Nos muestra a esas mujeres que perdían su vida ¡como si quisiera sacudirnos de una vez por todas!

Ha bajado la luz. Guitarra española. Por un instante se ve en silueta a un gitano. En la penumbra, Rosa y Lena dialogan antes de tomar sus personajes en la Obra "Bernarda Alba".

Rosa: Se llamaba Pepe el Romano. Las hijas de Bernarda suspiraban todas por él. Su verdadero nombre era... Pepe la Romilla.
Lena: ¿Cómo supo de eso su primo?
Rosa: Te dije que era vecino de Bernarda. Y descubrió que bajando al pozo seco que había en su patio, podía escuchar las con­versaciones en casa de la tal doña Frasquita. Era terri­ble con sus hijas. Las tenía encerradas. Federico les veía brillar las pupilas por entre las rendijas de los postigos, espiando siempre lo que ocurría en la calle. ¡Pobre Bernarda!. Quizá ella misma fue criada en esa ley. Víctima de los reglamentos.
Lena: ¿Eso de "siempre fue así y tú a callar"?
Rosa: (Echándose sobre los hombros el chal marrón) Ya oiste que La Poncia la soportó treinta años.
Lena: ¿Por qué seguía con ella?
Rosa: (Ahora, actuando como La Poncia) ¡Porque soy buena perra!. Ladro cuando me dicen y, muerdo cuando ella me azuza. ¡Pero un día me hartaré!
Lena: (Aún en penumbra, desde el rincón) ¿Y ese día?
Rosa: ¡Me encerraré con ella en un cuarto y la estaré escupiendo un año entero: Bernarda por esto, Bernardo por aquello. (Se sienta) Y las hijas de Bernarda peleándose porque ya sien­ten la necesidad de hombre, y ella les ahuyenta los novios. A Pepe el Romano, que las traía locas a todas, sólo lo dejó pretender a la mayor, Angustias, ya cuarentona. Adela, la más joven, terminó entregándosele.
Lena: ¿Cómo... dónde?
Rosa: Entre los juncos, en un corral de paja. Adela era la que se ponía su traje verde de fiesta para bailarles a las aves. Una de las hermanas pregunta por Adela, creo que es MagdaLena... (Lena ahora ha tomado una falda y se ha puesto una cinta en el pelo, para representar a MagdaLena). Y la otra responde: "se ha puesto el traje verde que tenía para estrenar el día de su cumpleaños, y ha comenzado a dar voces "¡gallinas, mi­radme!"

Rosa cuelga de la cuerda una falda verde con vuelos, y la dispone junto a las otras faldas o trapos de colores, que simbolizan las hijas de Bernarda.

Lena: (Como magdaLena, dirigiéndose a las faldas). Pobrecilla, es la más joven de nosotras y tiene ilusión. Yo ya sé que no me voy a casar, pero lo mismo tendré que bordar sábanas. (To­cando las faldas colgadas). Martirio... Amelia ¿sabéis ya lo cosa?. Vamos... ¡mejor que yo lo sabéis! Siempre cabeza a ca­beza como dos ovejitas. Pero sin desahogarse con nadie: ¡lo de Pepe el Romano!. (A modo de respuesta se escucha un rasgueo de guitarra). ¿Cómo, que, "ah"?. Ya se comenta por el pueblo: Pepe el Romano viene a casarse con nuestra hermana Angustias. Anoche estuvo rondando la casa. (Guitarra). ¿Así es que te alegras, Amelia? (Tocando las dos faldas). ¿Y tú también Martirio?. ¡No es verdad!. Si viniera Pepe el Romano por el cuerpo de Angustias, por ella como mujer, pues sí, me ale­graría. Pero viene por su dinero, Y ya que estamos en fami­lia debemos reconocer que Angustias está Vieja, es enfermiza y ha sido la que menos méritos ha tenido. Si a los 20 años parecía un palo de escoba, ¡qué será ahora a los 40!. Y Pepe tiene 25 años. Y es el mejor tipo de estos con­tornos. Lo natural es que te pretendiera a ti, Amelia, o a nuestra pequeña Adela, que sólo tiene 20. (Pausa) ¡No seas hipócrita Martirio!. ¿Para qué la defiendes?. Ah, ya viene Adela. (Lena toca la falda verde con cariño y pregunta). Dime, hermana ¿te vieron ya las gallinas?. Cuidado, si te ve nuestra madre, te arrastra por el pelo. (Rasgueo de guitarra. Ríe) ¡Oigan­la!. Le regalaron unas cuantas pulgas... Olvídate de ese vestido. Tíñelo de negro, o regálaselo a Angustias para su boda con Pepe el Romano. (Guitarra dramática para la res­puesta de Adela). Sí, eso dije. ¿Qué te ocurre? Ah: no lo sabías. Pues, ya lo sabes. ¿Cómo que no puede ser?. El dinero lo puede todo. Pobre. Sí. Te entiendo. Este luto te ha cogi­do en la peor época de tu vida: en tus ardientes veinte años. Pero ¡ya te acostumbrarás, Adela!.

Sale como MagdaLena y regresa con la falda verde, como Adela. Dice con enojo:

Lena-Adela: ¡No, MagdaLena!. No me acostumbraré. Yo no puedo estar encerrada. No quiero que se me pongan las carnes como a vosotras. No quiero perder mi blancura en estas habitacio­nes. Mañana salgo, con mi vestido verde, a pasear por la calle. ¡Quiero salir!

Guitarra breve, Lena se retira.
Entra
 Rosa como Bernarda, con un chal negro.

Bernarda: (Hacia afuera) ¡Angustias!
Voz Lena: ¿Sí, madre?
Bernarda: ¿Pero has tenido valor de echarte polvos en la cara?. Y tuviste el valor de lavarte la cara el día en que murió tu padre.
Voz Lena: No era mi padre. El mío murió hace tiempo.
Bernarda: Más debes a ese hombre, padre de tus hermanas que al tuyo.
Voz Lena: Madre ¡déjeme salir!
Bernarda: Después que te hayas quitado esos polvos de la cara.

(Por el otro costado entra Lena, con el chal café de la Poncia.)

Bernarda: ¿Qué hay, La Poncia?
La Poncia: No deberías ser tan inquisitiva con ellas. (Pausa) ¿Puedo hablar, Bernarda?
Bernarda: Supongo que oiste la discusión por lo del retrato de Pepe el Romano. Se han llamado unas a otras perversas, y no sé qué más. Martirio lo tenía escondido, pero confesó que era una broma.
La Poncia: Y tú ¿qué le has dicho a tus hijas?
Bernarda Las mandé callar. Silencio, les dije. Todavía no soy una anciana y tengo cinco cadenas para vosotras, y esta casa, levantada por mi padre para que ni las hierbas se enteren de mi desolación. Y las mandé salir, a todas. Tendré que sen­tarles la mano. Es mi obligación. Y si algo tienes que decir tú, La Poncia, te recuerdo que nunca está bien una extraña en el centro de la familia.
La Poncia: Pero lo visto, visto está. (Se sienta)
Bernarda Angustias tiene que casarse enseguida.
La Poncia: Claro: hay que retirarla de aquí.
Bernarda: A ella no. ¡A él!
La Poncia: Sí. Piensas bien.
Bernarda: No pienso: lo ordeno.
La Poncia: ¿Y crees que él querría marcharse?
Bernarda: (Con recelo) ¿Y qué imagina tu cabeza?
La Poncia: Claro, se casará con Angustias. Pero, te prevengo: abre bien los ojos, y verás.
Bernarda "Verás", ¿qué?
La Poncia: Bernarda, ¡aquí pasa una cosa muy grande!. Yo no te quiero echar la culpa, pero no has dejado libres a tus hijas. Martirio es enamoradiza, ¿por qué no la dejaste casar con Enrique Humañas?
Bernarda: Porque mi sangre no se junta con la de los Humañas, el padre fue gañán. Y no creo que pasen cosas tan grandes, La Poncia... Ya se olvidarán de ellas. Y si algo ocurre ¡no traspasará estas paredes!
La Poncia: Óyeme: ¿sabes quién es la verdadera novia de Pepe el Romano?, Adela.
Bernarda: Mis hijas respetan mi voluntad.
La Poncia: Me contaron que Pepe estuvo aquí hasta las cuatro de la madrugada. Y según dijo Angustias, de platicar con ella terminó a la una y se marchó. ¿Qué pasa entre la una y las cuatro?
Bernarda: Calla. Habrá que vigilar mejor. ¡Aquí en esta casa no se vuelve a dar un paso sin que yo lo sienta!

(Salen ambas. Guitarra.)

Una Voz: (Llamando de afuera) ¡Adela!... ¡Adela!

(Entra Lena, ahora con el traje verde, como Adela)

Adela: (Hablando a una de las faldas tendidas) ¿Por que me buscas, Martirio?. Siempre vigilándome. Oye, no voy a dejar a ese hombre. ¡Qué me importa no ser una mujer honrada!. ¡Con las ganas que tienes de ocupar mi puesto!. He tenido la fuerza de Adelantarme. Con el brío que a ti te falta. He visto la muer­te debajo de estos techos y he salido a buscar lo que era mío. Pepe vino por Angustias, por el dinero de Angus­tias, pero sus ojos ¡los puso siempre en mí!. No se casará con ella, todas sabemos que no la quiere. (Se escucha la guitarra a modo de respuesta). Ah ¡tú también quieres a Pepe!. Lo siento, Martirio, no tengo la culpa y aquí ya no hay ningún remedio. ¡La que tenga que ahogarse, que se ahogue!. Pepe el Romano es mío. Me lleva a los juncos de la orilla. ¡Es que ya no aguanto el horror de estos techos, des­pués de haber probado el sabor de su boca!. Seré, lo que él quiera que sea. ¡Todo el pueblo contra mí, quemándome con sus dedos de lumbre. Perseguida por los que dicen que son decentes, y me pondré la corona de espinas que tienen las que son queridas de un hombre casado... (Avanza, haciendo la mímica de apartar a Martirio de su camino). ¡Quítate de la puerta, Martirio!. ¡Déjame pasar!

Se muestra, saliendo de las sombras, Rosa como Bernarda

Bernarda: (Autoritaria) ¡Martirio... Adela!. Quietas. Adela tiene las enaguas llenas de paja de trigo. Esa es la cama de las mal nacidas. (Alza su bastón)
Adela: Pues aquí se acabaron las voces de presidio. Esto hago yo con la vara de la dominadora. (La tira lejos). No dé usted un paso más. En mí no manda nadie más que Pepe el Romano. Soy su mujer. ¡Entérense todas!. ¡Ahí fuera está, ¡respirando como si fuera un león!
Bernarda: ¡La escopeta... traedme la escopeta! (Sale)
Adela: (Se lleva la mano al pecho) ¡Nadie podrá conmigo!

Se oye un disparo.

Voz de Bernarda: ¡Se acabó Pepe el Romano!
Adela: (Inmóvil, se cubre la boca) ¡Dios mío! (Sale corriendo)

Entra Bernarda y grita hacia afuera:

Bernarda: ¡Atrévete a buscarlo ahora!

Entra Lena, como La Poncia:

La Poncia: Bernarda, ¡mataste a Pepe el Romano!
Bernarda: No. No le di. Salió corriendo en su jaca.
La Poncia: ¿Por qué lo has dicho, entonces?
Bernarda: Es mejor que lo crea muerto. (Llama) ¡Adela!. (Hay un silencio, y se escucha luego la guitarra dramática. A La Poncia) ¡Ve por Adela!

Sale La Poncia. Se escuchan rasgueos de guitarra. Vuelve a entrar, desesperada:

La Poncia: ¡Vengan!. ¡Dénme un martillo!. ¡Ay, nunca tengamos ese fin!... (Lleva sus manos a su garganta) Adela... ¡se ha ahorcado!
Bernarda: ¡Calla!
La Poncia: Fue culpa tuya, Bernarda. Tenía ya a ese hombre en la san­gre. ¡Se ahorcó porque le hiciste creer que había muerto!

Un silencio.

Bernarda: (Hacia afuera) ¡Pepe, tú iras corriendo por las alamedas. pero otro día caerás. ¡Descolgad a mi hija Adela!. ¡Mi hija ha muerto virgen!. Llevadla a su cuarto y vestirla como doncella. (La Poncia sale) ¡Nadie diga nada!. Ella ha muerto virgen. Avisad que al amanecer den dos clamores las campa­nas.
Voz de Lena: (Suave, oculta tras las ropas del cordel) Dichosa Adela que pudo tener a Pepe el Romano.
Bernarda: Calla, Martirio. ¡No quiero llantos aquí!. La muerte hay que mirarla cara a cara. ¡Silencio Vosotras! Oíd: las lágrimas cuando estéis solas. Nos hundiremos en un mar de luto. Ella, la hija menor de Bernarda Alba, ha muerto virgen. ¿Me habéis oído?. Silencio, he dicho. ¡SILENCIO!

La música subraya su voz.
O
scuro
Silencio. Entra, suave, la guitarra.
Al volver la luz, Lena, con una blusa de color, acomoda las sábanas en el cordel donde estaban las faldas. Habrá tres sábanas, como cortinas, que permiten el juego de pasar entre ellas.
Entra Rosa. La mira y sonríe:

Rosa: Vaya, ¡qué bien! te pusiste la blusa. Te daré también una falda de color. Te ves más alegre. Y a quién le importa el luto.
Lena: Tiene razón. Mi tía ve poco y a la calle no salgo nunca. Que el luto por todos los muertos lo siga llevando ella.

Un silencio.

Rosa: Quedaste impresionada con lo que te leí ayer, ¿verdad?
Lena: Mucho. ¡Mire que esa niña, Adela, atreverse a tanto!. Quitar­se la vida. ¿Cree que eso ocurra?. Porque en un libro se pue­de escribir cualquier cosa.
Rosa: Pasó tal cual, mujer. Doña Frasquita Alba era así de tirana. Y quiso matar a Pepe la Romilla, pero no le dio. Y también es verdad que le dijo a Adela que estaba muerto, y entonces, ella, en la vida real ¡se colgó de una viga!
Lena: (Soñadora) Oiga, señora Rosa, ¿una de las hijas se llamaba MagdaLena?
Rosa: En el libro, sí.
Lena: Es que así se llamaba mi madre. Y yo. No sé... pero todo lo que me leyó me resulta tan... familiar. ¿No cree que esa doña Frasquita pudo ser mi abuela?. No, ¡no puedo ser nieta de aquella fiera!
Rosa: Qué te preocupa, tu abuela debió ser otra como ella, si no fue ella misma. Hay tantas Bernardas, tantas como Adela y como Angustias.
Lena: Yo no hubiera tenido el valor de quitarme la vida...
Rosa: Pero se la vas a quitar a tu hijo.
Lena: Calle. Es sólo quitar del vientre una semilla.
Rosa: ¿No has pensado en la dicha que es estrechar en tus brazos una criatura?. Son puro amor, pura inocencia... Debí leerte lo que dice Yerma, la casada estéril. ¿Estás decidida a hacerlo?
Lena: Soy cobarde. No soportaría ser señalada con el dedo.
Rosa: Sé valiente. Ten esa criatura. Bien quisiera yo dar a luz, pero a mi edad no es posible. Pasó el tiempo. ¿Sabes a qué locura llegó esa pobre mujer estéril?. Pues, a estrangular a su marido que no pudo darle hijos.
Lena: No... ¡lo mató?
Rosa: Estrangulándolo mientras él la besaba.
Lena: Perdone, doña Rosa pero eso, ¡no se lo creo!
Rosa: Estaba trastornada. Loca.
Lena: ¿Y enloqueció, sólo por no poder tener hijos?
Rosa: Piensa que una mujer sin hijos no sabe qué hacer. Eso tam­bién es algo que nos han metido en la cabeza durante genera­ciones. Sin el hombre, no somos nada. Primero manda el padre, luego el marido, y después tiene que haber un hijo para que merezcas ser considerada.
Lena: ¿Lo de Yerma también lo cuenta su primo? (Ella asiente). ¿Y ocurrió de verdad?
Rosa: No estoy segura. Pero sé que existen las romerías a las que él se refiere, a las que van las mujeres estériles. Y en un lugar, al parecer, instalan detrás de la pirca de piedra a los "romeros". Así los llaman, pero en verdad son hombres que fingen ir allí a rezar, y hacen el amor con las romeras. Por supuesto más de alguna concibe luego. "Milagro" dicen de la romería. (Empieza a bajar la luz). Lo que importa es que nadie se entere de la superchería. Se trata de guardar las apariencias. Es el remedio cuando el estéril es el marido.

En este cuadro Rosa ha entrado con alpargatas, falda y blusa, con un vestuario que le permita interpretar a Yerma. Se arregla el cabello, cubierto con un pañuelo para mostrarlo luego suelto, o con una larga trenza. Puede tomar el pañuelo de la ropa tendida.
Guitarra. Luz especial.
Rosa se instala (como Yerma) a coser una tela blanca. El galán es primero Victor, el pastor. Luego será Juan, el marido. Lena interpreta los otros roles. Al bajar la luz, Lena ha salido.
(Las escenas de Yerma están sintetizadas)

Victor: Buenas tardes, Yerma.
Yerma: Pasa. Víctor.
Victor: ¿Tu marido no está en casa?
Yerma: Juan anda en el campo.
Victor: ¿Qué coses?
Yerma: Unos pañales.
Victor: (Sonriendo) ¡Vamos!
Yerma: Los voy a rodear de encaje.
Victor: Si es niña le pondrás tu nombre.
Yerma: (Tiembla) ¿Cómo?
Victor: Me alegro por ti.
Yerma: No son para mí. Son para el hijo de María.
Victor: Bueno pues, a ver si con el ejemplo te animas.
Yerma: (Con angustia) ¡Hace falta!
Victor: Pues, Adelante. Dile a tu marido que piense menos en el trabajo. Quiere juntar dinero ¿pero
a quién se lo va a dejar cuando muera?. Me voy con las ovejas. Dile a Juan que recoja las dos que compró. Y en cuanto a lo "otro", ¡qué ahonde! (Sale, sonrien­do)

Baja la luz, sale Yerma. Se escucha una canción grabada:

"Te diré niño mío, que sí,
tronchada y rota soy para ti.
¡Cómo me duele esta cintura
donde tendrás primera cuna.
¿Cuándo, mi niño, vas a venir?
Cuando tu carne huela a jazmín.
"

Lena , como vieja campesina, entra trayendo una canasta.

Entra Yerma trayendo también una canasta.

Vieja: Buenos días. ¿Dónde vas, Yerma?
Yerma: Vengo de llevarle la comida a mi esposo que trabaja en los olivos.
Vieja: ¿Llevas mucho tiempo de casada?
Yerma: Tres años.
Vieja: ¿Tienes hijos?
Yerma: No.
Vieja: Ya tendrás. También yo vengo de traer comida al esposo. Ten­go nueve hijos, como nueve soles. ¿De qué familia eres tú?
Yerma: Soy hija de Enrique, el pastor.
Vieja: Buena gente. ¡Pude haberme casado con un tío tuyo!. Yo he sido una de esas mujeres faldas al aire... ¡te vas a reír!. He tenido dos maridos y catorce hijos.
Yerma: Hace tiempo que estoy deseando tener conversación con mujer Vieja. Porque quiero enterarme. Usted me dirá.
Vieja: ¿Qué?
Yerma: Lo que sabe. ¿Por qué estoy yo seca?. ¿Me he de quedar para cuidar aves, o poner cortinitas en las ventanas?. ¿Qué tengo que hacer?
Vieja: No sé. Yo me he puesto boca arriba y he comenzado a cantar. Los hijos llegan como el agua. No me hagas hablar.
Yerma: ¿Por qué no?
Vieja: Oye, ¿a ti te gusta tu marido?
Yerma: ¿Cómo?
Vieja: Que si lo quieres, que si deseas estar con él.
Yerma: No sé.
Vieja: ¿No tiemblas cuando se acerca a ti?. ¿No te da así como un sueño cuando te acerca sus labios?
Yerma: No. No lo he sentido nunca.
Vieja: ¿Ni cuando has bailado?
Yerma: (Recordando) Quizá una vez... Victor...
Vieja: Sigue.
Yerma: Me cogió de la cintura y no pude decirle nada porque no podía hablar. Otra vez, el mismo Victor, tenía yo catorce años, me cogió en brazos para saltar una acequia, y me entró un temblor que me sonaron los dientes. Pero es que he sido muy vergonzosa.
Vieja: ¿Y con tu marido?
Yerma: Es... otra cosa. Me lo dio mi padre y yo lo acepté. Con alegría, pues el primer día que me puse de novia con él, pensé en los hijos.
Vieja: Quizá por eso no hayas parido. Los hombres tienen que gustar. Han de deshacernos las trenzas y darnos de beber agua en su misma boca.
Yerma: Yo me entregué a mi marido por ver si me llegaba un hijo. Nunca por divertirme.
Vieja: Y resulta que estás vacía. (Desaparece tras las sábanas)
Yerma: Vacía no... ¡LLena de odio! (Hacia las sábanas). ¿Tengo yo la culpa?. Las que nos criamos en el campo tenemos cerradas todas las puertas. Todo se vuelve medias palabras y gestos. ¡Y tú también te callas!

Se queda quieta. Se escucha la guitarra. Entra Juan,

Juan ¿Qué haces aquí todavía?. Debías estar en casa.
Yerma ¡Juan!. Me entretuve.
Juan: No comprendo en qué.
Yerma: Oía cantar los pájaros.
Juan: No quiero que mi esposa dé qué hablar a las gentes.
Yerma: ¡Puñaladas les den a las gentes!
Juan: No maldigas, que eso está feo en una mujer.
Yerma: ¡Ojalá fuera yo una mujer!
Juan: Vamos a dejarnos de conversación. Vete a casa.
Yerma: ¿Te espero?
Juan: No. Estaré la noche regando. Te acuestas y te duermes.
Yerma: (Dramática) ¡Me dormiré!

Salen cada uno por un extremo. Guitarra.

Voces cantando

En el arroyo frío
Lavo tu cinta
Como un jazmín caliente
Tienes la risa.

Escena de las lavanderas
Lena, cambiando de pañuelo en su cuello, o cabeza, asoma por un lado de las sábanas como Lavandera I. Por el otro, como Lavandera 2, mientras, atrás, se oyen risas y una tercera Voz , como si hubiera 3 Lavanderas.


Lavandera 1: A mí no me gusta hablar, pero aquí, se habla.
Lavandera 2: La que quiera honra, que la gane.
Lavandera 1: Yo planté un tomillo
Lo vi crecer
El que quiera honra
Que se porte bien...
 (Ríe)
Lavandera 1: (Mientras simula lavar con los piés en el arroyo, brazos en jarra) Lo cierto es que Juan, el marido de Yerma, se ha llevado a vivir con ellos a sus dos hermanas, esas soltero­nas, ya mayores, para que cuiden de ella mientras está en los campos.
Lavandera 2: (Aparece de entre otras sábanas, lava arrodillada, cambio de pañuelo) Y así el marido se va a sus tierras. Dicen que anoche, Yerma se lo pasó sentada afuera de su casa, a pesar del frío.
Lavandera 1: Es que le cuesta trabajo quedarse en casa.
Voz atráz: ¡Es de las que se echan polvo y colorete, y salen en busca de otro que no es su marido!
Lavandera 1: ¿La has visto tú?
La Voz : Yo no, pero las gentes sí.
Lavandera 2: ¿Y qué hacían?
La Voz : Hablaban.
Lavandera 2: ¿Es pecado hablar?
Lavandera 1: (Indica) Miren, ya salen los rebaños... (Se escuchan las campanitas con badajo de madera de los rebaños) Falta el rebaño de Victor.



Canto a 2 voces, mientras lavandera 1 lava.

En el arroyo frío
Lavo tu cinta
Como un jazmín caliente
Tienen las risas
Quiero vivir
En la nevada chica
De ese jazmín.

 

Lavandera 1: Ay, de la casada seca...
ay de la que tiene los pechos llenos de arena

(Saliendo)

¡Dime si tu marido guarda semilla
para que el agua cante por tu camisa!



Baja la luz.
Entra Yerma por costado derecho, seguida de Juan

Juan: ¿Vienes de la fuente?
Yerma: Para tener fresca la boca. ¿Cómo están las tierras?
Juan: Ayer estuve podando árboles.
Yerma: Esta noche ¿te quedarás a dormir?
Juan: He de cuidar el ganado. Tú sabes que eso es cosa del dueño.
Yerma: Lo sé. No lo repitas.
Juan: Cada hombre tiene su vida.
Yerma: Y cada mujer la suya. No te pido que te quedes. Tengo aquí lo que necesito. Tus hermanas me cuidan bien.
Juan: ¿Es que te falta algo?
Yerma: Sí.
Juan: Hacen cinco años. Casi lo estoy olvidando.
Yerma: Pero yo no.
Juan: Si tanto quieres un hijo, trae uno de tu hermano.
Yerma: No quiero cuidar hijos ajenos.
Juan: Entonces debes resignarte.
Yerma: Yo he venido a estas cuatro paredes para no resignarme. Cuando tenga la cabeza atada con un pañuelo para que no se me abra la boca, y las manos bien amarradas dentro del ataúd, en esa hora me habré resignado.


Salen. Música para la escena del cementerio. Entra Yerma con velo y la sigue Lena como Vieja, con manto oscuro, encorvada. Se ven primero detrás de la transparencia.

Yerma: Sólo me importa el resultado. No tengo miedo.

Se desplazan hacia el centro, se muestra Juan tras la transparencia.

Vieja: Pero mientras aguardas la gracia de Dios, para tener ese hijo, debes ampararte en el amor de tu marido.
Yerma (Suspira) Ay...
Vieja Pero tu marido es bueno.
Yerma: ¿Y qué?. ¡Ojalá fuera malo!. El va con sus ovejas por los caminos y cuenta el dinero por las noches. Cuando me cubre, cumple su deber, pero yo le noto la cintura fría. Como si tuviera el cuerpo muerto. Y yo, que siempre tuve asco de las mujeres calientes, quisiera ser en ese instante una montaña de fuego.
Juan: (Se muestra) ¿Qué haces mujer en el cementerio?. ¡Mira donde va la honra de mi casa!
Vieja: Juan, tu mujer no ha hecho nada malo.
Juan: Lo está haciendo desde el día de la boda. Mirándome con los ojos como agujas, pasando las noches en vela, llenando de malos supiros mi almohada.
Yerma: ¡Cállate!
Juan: No puedo más. Se sale de noche fuera de la casa. Las calles están llenas de machos.
Yerma: ¡Acércate y huele mis vestidos, a ver si encuentras un olor que no sea el tuyo!
Juan: No sé qué busca una mujer a todas horas fuera de su tejado.
Yerma: (Abrazándolo con pasión) Te busco a ti, es a ti a quién busco día y noche, sin encontrar sombra donde respirar. ¡Es tu sangre y tu amparo lo que deseo!

La Vieja sale de escena.

Juan: ¡Apártate!
Yerma: ¡No me apartes y quiere conmigo!
Juan: ¡Quita!
Yerma: ¡Maldito sea mi padre que me dejó su sangre de padre de cien hijos!. ¡Maldita sea mi sangre que los busca, golpeando en las paredes!

Apagón
Música para la romería. Cánticos monótonos. Lena, como otra Vieja, con una greñas grises que le caen sobre los hombros, entra y llama a Yerma que viene con un velo. Le habla en voz baja:

Vieja: Yerma, cuanto te vi en las romerías de las estériles, me dio un vuelco el corazón. Ven... la verdad es que a esta rome­ría vienen las mujeres a conocer hombres. (Yerma se aparta con miedo, ella se le acerca). Sí, ese es el "santo" que hace los milagros. Ven, Yerma, mi hijo está sentado detrás de aquella pared, esperándote. (Yerma vacila). Mi casa necesita de una mujer. Vete con él y viviremos los tres juntos. Y en cuanto a tu marido ¡mi hijo es fuerte!. ¡No lo dejará cruzar la calle! Ven...
Yerma: ¡Calla!. Nunca lo haría. ¿Te figuras que yo puedo conocer a otro hombre?. ¿Dónde pones mi honra?
Vieja Pues, sigue así, como los cardos ¡pinchosa y marchita!

Se ve a Juan acechar tras la transparencia desde hace un instante.

Yerma: Marchita, lo sé. Pero es la primera vez que oigo esa pala­bra. Que me la dicen. (Ve a Juan). ¡Estabas ahí, Juan!
Juan: Estaba.
Yerma: Acechando. Vete con los de la romería.
Juan: Es hora de que hable y me queje. No resisto tu lamento por cosas que no han pasado.
Yerma: Sigue, sigue.
Juan: Por cosas que no me importan, ¿Lo oyes?. No tenemos culpa.
Yerma: Esposo ¿qué buscabas en mí?
Juan: A ti misma.
Yerma: La casa, la tranquilidad, una mujer. ¿Y tu hijo?
Juan: ¡No me importa!. No podré esperarlo. Resígnate. Vivamos en paz. Abrázame. (Pausa) Con la luna ¡estás Hermosa!
Yerma: Me buscas como cuando te quieres comer una paloma.
Juan: (Abrazándola) ¡Bésame... así! (La retiene en us brazos)
Yerma: ¡Eso ¡nunca! (Empieza a apretar su garganta, a ahogarlo con fuerza, van cayendo ambos hasta quedar ella sobre él. Sobre los coros de la romería a lo lejos, ella habla y va subiendo la voz ). ¡Marchita, marchita, pero segura!. Ahora sí voy a descansar, sin despertarme sobresaltada para ver si la sangre me anuncia otra sangre nueva. Con el cuerpo seco para siempre. (A personas que están lejos, de pié) ¿Qué queréis saber?. ¡No os acerquéis, porque yo misma he matado a mi hijo!. ¡Yo misma he matado a mi hijo! (Escapa corriendo)
(Esta última escena ocurre tras la transparencia)

Apagón
Un espacio con música de guitarra
.
Al volver la luz, Rosa está en la silla, leyendo. Entra Lena. Lleva falda y blusa de color. Se echa a los pies de Rosa visiblemente emocionada.

Lena: ¡Se lo he dicho a mi tía!
Rosa: ¿Lo del hijo?
Lena: Sí.
Rosa: ¿Cómo se lo dijiste?
Lena: Recordando las palabras de lo que leyó usted, doña Rosa
Rosa: (Cerrando los ojos, acaricia su cabeza con ternura) Bien, eso está muy bien, amiga. Por favor, repíteme esas palabras.
Lena: Ay... fueron tantas, ¡no podré recordarlas todas!. Pero, empecé con mis propias palabras: "tía, voy a tener un hijo sin padre. Y no es necesario que me eche usted de la casa, pues me iré de todos modos. Por si alguna vez necesita ayuda, estaré donde la vecina. Porque ella me ha dicho: ¡ten esa criatura y volveremos las dos a nacer de nuevo con ese hijo tuyo! (Le sonríe) ¿estuvo bien?
Rosa: Muy bien. Sigue.
Lena: (Apartándose, con Voz vibrante) La hubiera visto. Se quedó tan espantada que sólo atinó a alzar su bastón como si me fuera a castigar...
Rosa: ¿Y tú?
Lena: Se lo quité y lo tiré lejos, diciendo, como Adela a Bernarda "aquí se acaban las voces de presidio. No dé un paso más. Porque ahora en mí manda... en mi manda..." (Mira a Rosa)
Rosa: "En mi manda la sangre"... (Enfática) "Porque de mi sangre ha de nacer una criatura. Espero que sea una niña. Y no quiero que crezca encerrada entre cuatro paredes,
Soportando tiranas y convirtiéndose ella misma en tirana".
Lena: ¡Sí!. Que crezca lejos de esta casa, eso le dije. Y ella parecía ahogarse en su rabia. Dio voces, que debía sacarme del cuerpo ese pecado, al menos para guardar las apariencias de una mujer honrada. Y resignarme a lo que en la vida me tocó, como lo había hecho ella, la abuela y todas las mujeres de nuestra familia. Nada más respondí, como Yerma: "Sólo cuando tenga la cabeza atada con un pañuelo para que no se me abra la boca, y las manos bien amarradas dentro del ataúd, en esa hora me habré resignado."
Rosa: (Murmura) Bien, bien...
Lena: Y ella siguió dando voces, que cómo, que cuándo y dónde... "Me llevó a los juncos de la orilla", le dije como Adela. Y mi tía: "¡Ay, desvergonzada!. ¿Cómo darás que hablar a las gentes!". Y yo, como Yerma: "¡Puñaladas les den a las gen­tes!" (Va hacia el costado, por donde llega de su casa, Indica) Y cuando ya estaba aquí, cruzando a su patio, doña Rosa, me tira de las faldas, gimiendo: "¿Pero por qué lo hiciste, perra?". Muy tranquila me volví, respondiendo, como si yo fuera Yerma: "Lo hice para tener un hijo. ¿No es hermoso tener un hijo?. Sólo por eso, tía, se lo juro." (Besa su pulgar, luego se acerca a Rosa y le sonríe). Y entonces, ella me dejó en paz.
Rosa: Y ahora dime la verdad, ¿lo hiciste con esa intención?
Lena: Sí, doña Rosa. No supe entonces que me asustaría tanto tener ese crío. (Rosa toma su mano y la acaricia. Lena, continúa, como transfigurada). Pero ya no siento temor y estoy muy alegre. ¿Se lo puede usted figurar?. Una criatura, tan nuevita, tan limpia, recién llegada a este mundo. Una que nunca, jamás, haya escuchado esas palabras que nos martiri­zan: "Silencio, a callar. Resígnate, porque siempre ha sido así." (Pausa) ¡Y no las escuchará nunca! (Impulsiva, toma la mano de Rosa, que se ha levantado y la besa). ¡Y a usted se lo debo!
Rosa: A mí, no. Las dos se lo debemos ¡a mi primo Federico!

Baja la luz, lentamente, hasta el Fin

 



I | Versión de impresión

 

 


Desarrollado por Sisib, Universidad de Chile, 2006