Dramaturgo / Juan Claudio Burgos  

 

 


El café de los indocumentados

de Juan Claudio Burgos

(Continuación)... Uno

La mujer sólo escucha. No hace más que eso. La misma mujer que no se atrevió a entrar al principio. Que se detuvo ante la puerta, que desde la vidriera empezó a desear al hombre que leía el períodico.

Mujer: No yo prefiero un té.
Yo quiero café.
No tomo más que café.
Le molesta que pida algo distinto.
Si no le parece prefiero que lo diga.
No me gusta la gente que no habla.
Es simple.
Diga no quiero té, quiero café.
O es que usted quiere salir.
Está incómodo.
No me diga que está bien.
Yo saldría.
Le gusta el parque.
Afuera debe haber un parque.
Uno como cualquiera.
Lo ve.
Sweet.
Sweet.
Sweet, sweet, sweet.
Sweet, sweet, sweet.
Sweet, sweet, sweet, sweet, sweet.
Sweet, sweet, sweet, sweet, sweet.
Sweet, sweet, sweet, sweet, sweet.
Sweet, sweet, sweet, sweet, sweet, sweet.
Love sweet.
Love sweet.
Sweet lady.
Dream sweet.
No juego con la cucharilla.
Es por enfriar el café, el té.
El té no se enfría.
Quiere que le limpie el poco de café que chorreó en el mantel.
El mantel pequeño.
El mantel que nos cubre.
Llevo horas, ¿sabe?
Nada trina.
En el parque quizás los pajaritos.
Quiero escuchar como trinan.
No sabe usted como trinan.
Le gusta el dinero.
Es frío que le hable del dinero.
Tengo poco dinero.
No me alcanza para cancelar el té.
Usted me podría invitar.
Un té es algo que creo que usted puede pagar.
Yo si pudiera lo haría.
Pero no tengo efectivo.
No manejo efectivo.
Me muevo con documentos.
No, no tengo documentos.
Somos indocumentados.
Un hombre y una mujer indocumentados.
Usted quiere una mujer.
Le hace falta una mujer.
Yo no soy una mujer.
Le sirvo.
Ahora tiene que aparecer el coro de ángeles.
De pequeños putis que le digan que a pesar de todo soy una mujer.
No les crea.
Esos pequeños demonios a veces engañan.
Mienten.
Prometen y no cumplen.
Escucha la sinfonía que los anuncia.
Las trompetas rotas que les abren los cielos.
Las nubes por donde van a empezar a bajar.
Son unos demonios que me muerden la cabeza.
Los tengo metidos entre los cabellos.
No son serpientes.
No son lombrices que se mueven en mi cabeza.
Son los demonios de niños que me suben y me obligan a decir lo que no quiere escuchar.
No me escuche, ¿quiere?
No puedo acompañarlo.
Quiere acostarse conmigo.
No necesito que se monte y me haga ver ángeles con su cuerpo sobre mí.
Ya no me sirve de nada lo que me ofrece.
Estoy cansada.
Muy cansada.
Sólo quiero dormir.
Déjeme dormir, quiere.
Un sueño corto.
Apenas una pestañada.
Por favor.
Por favor, señor de levita y sombrero marrón.

Uno pide té, la otra café. La mujer se justifica por haber pedido un café tan caliente. Hablan el tema de la bebida caliente. El tema de la bebida caliente es todo lo que hablan. La mujer interrumpe la conversación llamando al mozo para que le traiga un vaso da agua. El hombre le mira el rostro mientras la mujer habla con el mozo. Es una mujer bella.

Mujer: Sí, entre al barcito alemán.
Estaba lleno de estibadores.
Usted los conoce bien.
Se emborrachan y gastan todo el salario.
Golpean a sus mujeres.
Borrachos con ellas se acuestan.
Engendran borrachos.
Las mujeres lloran mientras los hombres las montan.
Uno se imagina que lo hacen borrachos.
Aquí no se puede hablar.
Este lugar apesta.
Está lleno de fascistas.
De viejos.
De alcohólicos.
De fascistas.
De maricones.
Aquí se planeó todo.
Lo de la bomba.
El mecanismo de relojería.
Hasta el último detalle para que estallara justo en el despegue.
Si. Sí. De ahí todo lo que usted conoce.
Claro. El tema. La premonición. Su predilección por el tema de la muerte.
De ahí el tema de mi Buenos Aires querido cuando yo te vuelva a ver.
Nunca.
No lo dejaron que volviera a su Buenos Aires.
Después vino el asesinato. Vamos a otro lugar.
Este lugar está lleno de asesinos.
Tenemos que salir antes que nos asen los demonios de cabeza blanca.
Anda en ellos la historia de que no soy una mujer decente.
Que traigo hombres a este bar.
Que trafico con hombres.
Que vivo de esto.
Mi historia parece letra de tango.
Sí. Lo sé.
Quiero que me vean con hombres.
Que piensen que soy una puta.
Soy una refugiada.
Soy además judía.
Tengo plagas.
Perdón.
Soy Magdalena.
No.
Soy la hija de Borges.
Me llamo Emma.

La mujer se defiende de su débil argumento. La mujer habla y habla defendiéndose de su argumento. El hombre sólo escucha. El hombre no entiende. Baja la vista y empieza a hojear un periódico. Y la mujer continúa hablando. Hay silencio después de cada frase. La mujer deja un anillo sobre la mesa y espera que llegue el agua. El muchacho se demora.

Mujer: El café se enfría.
¿Cuándo llega el agua?
Usted sabe si en este lugar atienden.
Hay alguien que dé servicio en en esta pocilga.
Alguien tiene que traerme un poco de agua.
El agua sirve para el café.
El agua sirve para el cansancio.
El café se puede enfriar con agua.
Meto el cansancio al agua.
Me sirve meterlo dentro.
Me ayuda a meterlo dentro.
Me ayuda.
Ya no sirve agregarle nada al café.
El café está frío.

La mujer recibe el agua y toma café. Y deja el vaso de agua sobre la mesa. No lo toca. Sólo lo mira. El hombre continúa en el periódico. La mujer empieza un monólogo del agua sobre la mesa. Los ancianos borrachos ejecutan un tango, una ranchera. Los ancianos borrachos se hacen acompañar por un coro de mujeres. Se escuchan letras de tangos y de rancheras. Son mujeres gordas y negras. Interpretan sexualmente, como mujeres habituales de un cabaret. La mujer no escucha y sigue conversando con el hombre.

Matarife: Se lo repite al hombre que hojea el periódico que la música no le sirve. Que este es un lugar donde el agua llega tarde y se entona una melodía que tampoco sirve. El hombre no responde. Toma el agua del vaso y la mujer prosigue con su monólogo. Es un monólogo interminable. Habla sólo por cinco minutos. Empieza por el tema del vaso de agua sobre la mesa. Reclama por la mala atención. Nadie viene cuando pide un poco de agua para enfriar el café, parece ser el leit motiv de su monólogo. Ella desespera pidiendo agua. No aparece nadie. El hombre cree ver un joven de poco menos veinticinco años acercarse a la mesa y traer un vaso a la mujer que grita. Los gritos de la mujer no la dejan ver al chico que se acerca a servirle un vaso de agua. Es un chico cara de funcionario. Que ha mentido pocas veces. Que está en este puesto para mantener a su familia. Que casi no tiene familia. Que con sólo su historia puede escribirse un melodrama. El hombre de la mesa intenta mirarlo. El chico rehuye la mirada. El hombre piensa en la mujer que grita por el agua. Debe ser una mujer borracha. De seguro ha entrado al café con algunas copas en el cuerpo. Una mujer en sus cabales no habla como lo está haciendo esta mujer. El hombre resuelve el misterio de la mujer creyéndola borracha. Es una mujer mal maquillada. Su boca es un borrón de lápiz labial. Sus ojos un mancha negra. El hombre la escucha pedir a gritos el agua. El tema del agua vuelve de vez en cuando al monólogo de la mujer. No le puede colocar un nombre. Cómo puede llamar a esa mujer alcohólica que grita por agua en el café de avenida Saint Jeanne. No se atreve a preguntarle por su nombre. La mujer no deja espacio en su monólogo para que nadie le pregunte nada. Afirma. Pregunta y se responde sola. Maneja bien el diálogo. Se mueve con soltura en la frase corta. Primero la supone escritora. Autora fracasada. No menciona una pista para llegar a esta conclusión. Pero hay algo en sus dedos en la manera despreocupada de tomar la taza hirviendo en café que lo hace suponer que la mujer escribe. Desarrolla el tema del agua como si fuera un relato corto. Tiene la habilidad de volver sin que el hombre se dé cuenta de la idea con que inició el relato. Ahora que lo puede escuchar mejor. Ahora que se acostumbró al ronroneo de las palabras, el hombre puede entender mejor. Reconoce nombres, lugares, palabras que tienen sentido. Piedra roja, escucha, cuenta un crimen. Es autora policial. El chico que le sirve agua debe ser tal vez su hijo. Se imagina abandonándolo en un hospicio para niños poliomielíticos. El muchacho cojea. Derrama un poco de agua sobre la mesa. Esos detalles a la mujer no le importan. La mujer tiene oídos solo para lo que dice. Tiene ojos sólo para las imágenes que van saliendo de su boca. Es una mujer egoísta. El chico la acompaña en este juego. Sólo es capaz de seguir el relato de la mujer. Escucha piedra roja como el hombre y no se inmuta. Nada. El hombre deja el diario sobre la mesa y sigue el monólogo de la mujer. Ella en verdad no ha tomado ni una copa. Ella no bebe. En algunas palabras se puede adivinar que la mujer no es alcohólica. Pero el hombre está demasiado cansado. No tiene la sensibilidad suficiente para descubrirlo. Ella se mueve de un modo errático. No controla sus nervios. Despierta a veces con ese desequilibrio. Viste así por gusto. Su traje malva. Su impermeable gris. Sus tacos altos. Su excesiva manía por el cigarrillo. No tiene gusto. Pudo no haber nacido mujer. El gusto se piensa algo femenino. Ella no es femenina. No sabe vestirse. No es una mujer. Lo parece, sí. Pero se comporta como un hombre borracho. No sabe. El hombre no sabe qué pensar. Es cierto está delgada. Bastaría sólo su facha para pensarla una alcohólica. Pero la mujer jura no haber bebido ni una sola copa. La mujer se jura sobria. Toma un sorbo de agua. Sigue hablando. Reclama por el café en exceso caliente. Es un agua hirviendo. Teme por su lengua. Por su boca quemada por la imprudencia de servirle un café hirviendo. Sus palabras son represalias a la atención del muchacho. Del agua pasa al tema de la mala atención en los cafés de Florencia. La historia ocurre en Florencia. La mujer lee que la historia se desarrolla en Florencia. Introduce el subtema de un modo imperceptible en el monólogo. El muchacho de veinticinco ya no escucha. El muchacho de veinticinco olvida a la mujer. Prefiere no escucharla. Está compuestamente detenido en un rincón del café. Cierra los ojos y escucha y escucha y escucha el blus de las mujeres negras. Es un tema que viene escuchando todas las noches. Se repite. Tiene una estructura simple. Una subida, un tiempo sostenido y nuevamente una subida. Sube dos veces o tres veces la línea de la melodía. Podría dibujarla. Podría dibujar el ritmo del blus. Si el muchacho fuera gentil y me trajera un trozo de papel y un lápiz. El muchacho de veinticinco prefiere la música antes que las palabras. Es una opinión que la mujer tiene del muchacho. No puede saber con certeza si es así o no. Ella sólo escucha el blus y ve al muchacho en el rincón. Sólo escucha lo que dice. Ahora piensa en voz alta. La música le ayuda a que los demás no escuchen todo lo que dice. Qué dirá esa mujer. Ella mueve la boca. Está conversando con el hombre del periódico. Pero no se miran. La mujer habla sola. El muchacho del rincón está pensando. La música no dice nada. La música es muda. No tiene sentido lo que escucha. Aunque la descifra no la entiende. No logra entenderla por completo. La música parece ser barroca. Es lenta la música. Todo es lento. El humo del cigarrillo. La buena música no sirve en lugares como éste. Es un derroche de talento. Donde la gente sólo habla y habla. Ella comienza la defensa de cuerpo libre de alcohol.
Hombre: ¿Elena?
Yo me llamo Ramiro.
Mujer: ¿Ramiro?
Hombre: Si. Y el del muchacho es Tomás.
Mujer: No sé.
Hombre: Elena,
Usted es una mujer decente.
Entiende lo que digo.
Llevo horas hablando con usted.
Mujer: Me sumerjo en el lago.
Soy como Ofelia.
Son los soldados que vienen a retirar mi cuerpo del agua.
Los veo.
Veo a Horacio.
Mi padre.
Bajo el agua.
¿Es Gertrudis?
Hombre: Que quiere conmigo.
¿Debo tratarla de usted?
Mujer: Le molesta que me quede mirándolo mientras habla.
Hombre: Dígame.
No me contestó lo del trato.
¿Es importante para usted que la llame de otro modo?
Le molesta.
Diga.
Diga.
Mujer: No ve mi mano.
Soy débil.
Si.
Muy débil.
Sí.
Soy una mujer.
Una mujer.
Ha conocido mujeres.
Le parezco una.
Si.
Cierto.
No hable.
No diga nada.
Quiero verlo en silencio.
Hombre: ¿Me explica la historia de su anillo?
Es de plata, ¿no?
Mujer: Yo no uso joyas.
No tengo nada de metal en el cuerpo.
Nada.
Busque algo metálico en mi cuerpo.
No hay nada.
Le gusto.
Un poco, ¿no?
Le parezco extraña.
Una mujer que no lleva metales sobre el cuerpo, ¿le parece extraño?
Cree que lo engaño.
Hombre: No.
Mujer: No diga nada.
Me gusta verlo cuando no tiene qué palabra decir.
Si.
Es cierto.
No me gusta la bisutería.
Nada.
Nada.
Guardo este anillo.
Lo puede sostener un poco.
Le gusta la piedra.
Es jade.
Conoce el jade.
No.
No es un bruto.
Acierta con frases ingeniosas.
Si.
Es un hombre ingenioso.
Yo no.
No.
No soy ingeniosa.
Nada.
El ingenio es fácil.
Le parece, ¿no?
No me mire más cuando me vea de nuevo por la calle.
Nunca más.
Me quiere tocar.
¿Sabe cómo me gustaría que me tocara?
Le enseño.
No.
Si sé que usted sabe.
Que tiene de donde aprender a tocar a una mujer.
Usted es un hombre ¿no?
No me ha dicho su nombre.
Si.
Ése es el mío.
Le gusta.
Suena bien.
A ver.
Dígame el suyo.
Invente uno.
El mío es verdadero.
Sí.
En parte.
Ve que puede.
Suena bien.
Como el mío.
Tenemos nombres que suenan bien.
Los puede escribir en este papel.
El mío y el suyo.
Es agresivo escribirlo de ese modo.
¿No cree?
Sabía que mi padre era un alcohólico.
Sí.
No.
Usted no tiene porqué saber.
Es una pregunta tonta.
Sí, ¿no?
Usted es hijo de padres alcohólicos.
No hable, si no quiere.
Ve esa mancha.
Si.
La puede tocar.
Voy a contarle la historia de la hija golpeada por el padre alcohólico.
Le parece una historia fácil, de folletín.
No escuche, entonces.
Uno tiene derecho a hablar.
Usted tiene derecho a taparse los oídos.
¿Escucha algo de lo que digo?
No.
Nada.
Sí.
Me mira como si no escuchara.
Está bien.
No me molesta.
Usted cree que me acerqué a su mesa para conquistarlo.
Esto es un bar, cierto.
No.
Sólo un lugar donde uno puede tomar algo.
Bar es una palabra grande.
Cómoda.
Me dice que me estoy volviendo como mi padre.
Que empiezo a tomar más de la cuenta.
No tiene derecho a decirme lo que debo hacer.
Eso yo lo escuché antes.
No.
La frase que dije recién.
Nadie tiene derecho sobre nada.
Sobre nada.
Sí.
Me acerqué porque quería mirarlo.
Le parece un delito.
Usted no se molesta.
Sí.
Se molesta porque lo quiero mirar.
No puedo llamarlo por su nombre.
Es un nombre inventado, cierto.
El mío también.
Quiero irme a la cama con usted.
Es una proposición ruda.
Soy una mujer ruda, entonces.
No.
Me veo débil.
Sí.
Lo persigo.
Siente que lo persigo.
Que voy pisándole los talones.
Se equivoca.
Perdón.
Te equivocas.
Me suena extraño hablar así.
No somos jóvenes.
No puedo tutearlo.
No.
Usted no es viejo,
Pero no puedo.
¿Lo seduce una mujer mayor?
Cierto,¿si?
No tengo experiencia.
Nada.
Usted es joven.
Usted no se acostaría con una mujer mayor.
Tengo cerca de cincuenta.
Quiero acostarme con usted.
Es poco decente proponerlo de este modo.
Cómo quiere que se lo diga.
No puedo adornar las palabras.
Es simple lo que quiero.
Vamos a la cama.
Tengo sueño.
Ironía pura.
Hablar que tengo sueño y después seducirlo.
Pero no lo diga así.
Habla con frases hechas.
Le gusta hablar con frases hechas.
Me parece repugnante.
Repugnante.
Usted es un hombre repugnante.
Pero me interesa.
Acabe su café y partamos.
Este lugar apesta a borrachos.

Epílogo uno donde se intercala la confesión de la mujer

Mujer: Soy una mujer joven.
Me acosté con el hombre que ven muerto.
Escribo cuentos.
Soy profesora primaria.
Trabajé tiempo en la sierra.
Leo a Borges
Mi nombre es Emma.
Trabajo en una fábrica.
Enseño a los obreros.
Soy judía.
Vivo en un cuartito de alquiler.
Dormí con este hombre durante las dos últimas semanas.
Llevo catorce días con este hombre en mi cama.
Engañé a la casera.
Nadie me vio entrar con él.
¿Les parezco convincente?
Voy a mis maletas.
Quiero salir de lima.
Las cartas de rigor.
Están sobre el velador.
Sí. Las dejo sobre el cuerpo.
Mi padre huyó de la segunda guerra.
Mi padre era un cobarde.
Mi padre se emborrachaba en un barcito alemán con otros veteranos de la segunda guerra.
Terminó inválido.
El alcohol le quemó los sesos.
Yo odié a mi padre.
Me encerró en colegios.
No.
Me eduqué en colegios.
No.
Mi infancia no es triste.
Si.
Es muy triste.
Aprendí cosas que no me sirven.
Nadie me enseñó a cargar esta pistola.
Nadie.
Nadie.
¿Le enseñan a alguien a jalar del gatillo?
El modo de empuñar una pistola.
De clavar un cuchillo.
A nadie.
Mi padre me enseño a aprender con la luz apagada.
Me encierro en el colegio.
Leo.
Leo.
No tengo vida privada.
Salgo del colegio llego a la fábrica.
Un empleo fácil.
Dinero fácil.
Para mantener a mi padre.
Él un inválido.
Un inválido cirrótico.
Mi historia le parece triste.
Tengo otras peores.
No le interesan.
Llevo el alimento a la boca de mi padre.
El viejo traga la comida.
Apenas ve.
Nada.
El alcohol lo enceguece.
Lo deja mudo.
Es sólo una boca.
Un intestino.
Un ano.
Una sola línea.
Un conducto periférico.
Una manguera.
No tiene cuerpo.
Se lo comió al alcohol.
Nada más.
No.
Nada.
Este hombre no es mi padre.
Mi padre es judío.
Este hombre es argentino.
No tiene sentido seguir hablando.

Epílogo dos, donde se intercala la reconvención que el matarife hace al hombre por su número de prestidigitación con el muchacho en el teatrito de cortinas bermejas.

Matarife: pero no. Usted me pregunta por el diálogo. Me dice que lo mío no es teatro. Que mi número es una falta de respeto al ancestral arte de la representación. Donde, ¿señor matarife? ¿dónde?, si aquí nadie conversa como se acostumbra. Pero no, señor. Quien le dijo a usted que aquí la gente conversa. Esto no existe. Esto es ficción. Si busca lo que ve en la calle. Mejor vaya a otro sitio. Aquí no va a encontrar nada. Váyase. Deje de leer. Bote todo esto. Si busca conversar. Tome su levita. Cálcese el sombrero. Tome el paraguas. Que afuera llueve. Llueve como nunca. Y márchese, señor.

Se desata el diluvio. la mujer entona a Gardel. El muchacho recoge las mesas. El hombre mira todo con el mismo asombro del principio y parte para no volver. Se escuchan aplausos. Celebran a Borges. Gardel calla. Borges está en medio del relato. Borges cumple cien años, mientras da la mano al dictador y escribe el cuento del laberinto.

Fin
















Uno | Versión de impresión

 

 


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