Dramaturgo / María Verónica Duarte Loveluck  

 

 


Juana de Arco

de María Verónica Duarte Loveluck

La hogera

Mientras el Ermitaño habla, Juana es vestida con un vestido de tela grueso. La Pierre le da la comunión. Le sueltan sus cadenas y es conducida frente al poste. Los tres hombres, La Pierre, Warwick y Cauchon presencian cómo es encadenada al poste por un soldado.

Ermitaño: La plaza estaba agitada ese día. Había llegado atraído por el ruido. El sonido de sus pies descalzos sobre el suelo de piedras. (Juana y el Ermitaño se encuentran) En medio de la muchedumbre sólo pude tocar su rostro. “Muéstrame la luz, estoy ciego”, le dije. “La luz está en ti”, fueron sus palabras.
Cauchon: Juana, ve en paz, la Iglesia ya no puede protegerte y te entrega a manos seculares.

Se enciende la hoguera. La Pierre sale en busca de una cruz y la levanta a los ojos de Juana. Juana sonríe.

Juana: El viento pasa por mis orejas, lo siento, siento el viento. ¿No lo ven? ¿No ven mi pelo que se agita? No. No pueden verlo. No pueden ver las hordas de ángeles en los campos, el ejército sostenido por una mano invisible. Mi estandarte. Una vez una imagen, de mi imagen reflejada en una fuente me habló. Me tocó, sentí el rocío de su piel, sentí el frescor de lo infinito. Luego vinieron las revelaciones, mi espada llena de óxido corta con la incredulidad, su óxido se desprende como yo me desprendo hoy de mis trajes de mujer, se desprende como me desprendí de mis hojas en el suelo, de mis atardeceres rodeada de tallos y árboles conocidos, se desprende como me desprendo de la vida que antes conocí, se desprende como el miedo que no quiere pero me abandona. Las hojas caen, mi cuerpo se sumerge, siento el vacío. Mi espíritu está tranquilo, mi mar está quieto. No hay olas. (Aparece San Miguel en medio de una gran luz. Juana le habla) San Miguel... me hablas. Tus ojos incandescentes queman mis pestañas, vuelven sal inútil mis lágrimas, dan fuerza a mis manos. Tus ojos son mares quietos, arenas movedizas de mi alma. Me creí inmortal y tuviste que recordarme el comer, acariciar al caballo, hablarle a la oreja. ¿Para qué? ¿No me sostenía acaso tu mano? Tu mano sostenía mi corazón, mi corazón sostenía mi cuerpo, mi cuerpo sostenía la batalla y el estandarte, el estandarte sostenía a los soldados, los muertos las victorias. La muerte sostenía mi valor. Mi muerte. Mi descanso, mis ojos volviéndose incandescentes. No lo comprendí hasta el dolor, el abandono, el descorazonamiento. Pero tu mano, tu mano en mi pecho, lo hace inquebrantable, háblame, dime palabras con tu lenguaje de ángel, dime palabras angélicas que anulan la fealdad de las que no lo son. Llévame contigo, quiero tocar las nubes, conocer esa blandura imposible para los humanos.

Juana muere. Entra Juana Niña, vestida idéntica a Juana. San Miguel la toma de la mano y sale con ella.


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