Dramaturgo / Isidora Aguirre  

 

 


Los Libertadores Bolívar y Miranda

de Isidora Aguirre

Primera parte

Luz blanquecina, ambiente irreal en el Espacio Parque, donde se ven en esa luz que simula niebla, cuatro estatuas. (Son actores ataviados como estatuas. Llevan capas y máscaras grises, polvorientas). Estatuas, de pié, sobre cubos bajos. Al fondo un telón donde hay siluetas de otras estatuas pintadas. En primer plano están las “estatuas” de Bolívar, la de San Martín, y un personaje no identificado. Al fondo está la estatua del Mariscal Sucre.

Se escucha murmurar a las estatuas: “Al ataque... avanzad, mis valientes... Vencer o morir... A vosotros os cupo la gloria...

Un silencio

Estatua Bolívar: Soldados del ejército de la Gran Colombia, vais a completar la más grande hazaña que... la más grande hazaña que... ¡Caray...!
Estatua 1: ¡Gloria al general Bolívar, libertador de América!
Estatua Bolívar: (Indica a su derecha). Diga más bien, gloria al general San Martín y su gesta libertaria...
Estatua San Martín: Gesta que debí abandonar, luego de nuestra entrevista secreta en Guayaquil, general Bolívar... (Baja de su pedestal)
Estatua Bolívar: (Baja a su vez) ¿Acaso me culpa a mí, San Martín?
Estatua San Martín: ¡En el Perú no cabíamos, usted y yo!
Estatua 1: Calma... Estatuas aquí para servir de ejemplo a las generaciones venideras.
Estatua San Martín: (Amargo) ¿Quién querrá seguir ese ejemplo?... Pocos tienen la dicha de caer en el campo de batalla con el grito de “vencer o morir” en la boca. Morimos entristecidos en el destierro, o expuestos a un fusilamiento.
Estatua Sucre: (Bajando)... ¡o al asesinato!

Avanza hacia Estatua. De Bolívar, y abriendo su capa deja ver en su pecho una mancha roja.

Estatua Bolívar: ¡Mariscal Sucre!, ¡mi amado lugarteniente!
Estatua Sucre: Excelencia, los últimos acontecimientos me llenan de congoja... Sus generales se han alzado con el mando: Páez en Venezuela, Santander en Bogotá... En Perú y Bolivia ya no desean de nuestra presencia. Circula un dicho infame: “Sólo habrá libertad para los pueblos cuando desaparezcan los Libertadores!” (Pausa). Partí a Quito, a cumplir la misión que Vuestra Excelencia me encomendara... Al llegar a la encrucijada de Berruecos, ¡fui víctima de un criminal atentado!. ¡A usted, mi general, y a sus sueños de unir las Américas quisieron asesinar en mi persona!
Estatua Bolívar: Sucre, mi honrado y valiente Sucre... ¡troncharon su vida cuando aún podía dar tan bellos frutos!. (Sucre sale de escena retrocediendo, lentamente)
Estatua 1: (Indicando estatua Bolívar). He aquí un árbol que dio frutos en abundancia: cuando su patria se cansaba de luchar por la libertad, ¡él no se cansó!. ¡Viva el Libertador Bolívar!
Estatua Bolívar: Basta. (Se quita la máscara y la capa y se sienta sobre el cubo: pedestal) Venezuela se cansaba. Colombia, Perú, Bolivia se cansaban. ¡América se cansaba!. ¿Acaso yo no? De eso, de cansancio me estoy muriendo...

Se oye el cantar de los pájaros matinales y cambia la luz, atmósfera de amanecida... Mientras las estatuas con gestos friolentos se envuelven en sus capaz y se van retirandocon sus cubos a cuesta, al fondo se ve cruzar la escena a Manuela Sáenz con su uniforme de ofíciala. Bolívar va hacia ella, tendiendo sus brazos.

Bolívar: Manuela... ¡mi amor!... (Ella sale de escena sin haberlo visto). ¿Por qué no has venido? ¡Estatua y en mi cama de morir!

Bolívar mira desorientado por este cambio, como si despertara. Va hacia su dormitorio. Y se deja caer en la mecedora. Entra en escena José, recoge al pasar la capa de estatua de Bolívar y el cubo: pedestal. Se acerca a Bolívar, saludando.

José: Buenos días, mi general.
Bolívar: José... ¡Vámonos, que de aquí nos echan!
José: ¿A dónde iríamos, su merced?. ¿A Venezuela?
Bolívar: ¡En mi patria me crucifican!. En Bogotá... ya no me quieren, vámonos de este mundo, José.
José: Aún tiene mucho que hacer en él, su Excelencia.
Bolívar: Vi una fragata en la rada...
José: (Afectuoso) Mi señor siempre se confunde al despertar. Ya dejamos el puerto de Cartagena. Seguimos en Colombia, pero estamos...
Bolívar: (Corta, Seco). En Santa Marta, lo sé, en la villa que nos presta un español, el señor Mier. Caray. Mis enemigos me abren los brazos cuando los míos me repudian. (Pausa, cierra los ojos) José, tuve un sueño...
José: (Con suave ironía) ¿Uno más, mi general?
Bolívar: No te burles. Un soñar nocturno. En aquella luz mortecina de la madrugada, cuando aún no despiertan las avecillas, las estatuas de los próceres y entre ellas, la mía repasábamos nuestras frases célebres... ¿Cómo era eso, José, que no atinaba a recordar, de Ejércitos de la Gran Colombia, vais a completar la más grande hazaña que... (Calla y lo mira)
José: “Que el cielo encomendara a los hombres”. Ayacucho y Junín.
Bolívar: (Amargo) ¿Hermosa utopía! (Pausa). José le ha traído un recipiente en que lava su rostro y, luego le pasa peine y coloca ante él un espejo. (Sigue hablando mientras peina su cabello). Vi entre las estatuas, la del recién inmolado Mariscal Sucre... Discutí con ese testarudo del General San Martín... (Melancólico, para sí) Pero “él”... no estaba.
José: ¿Don Francisco de Miranda?
Bolívar: (Con extrañeza) ¿Cómo lo sabes?
José: Su merced suele nombrarlo cuando sufre de calentura. (Saca los artículos de aseo)
Bolívar: Calentura... Fiebre pestilente: de eso murió. (Se levanta y regresa a sector Parque, el que sigue bañado en una luz matinal con niebla. Se acerca a sector Prisión, en el extremo y apoya sus manos sobre los barrotes: que también simbolizan una prisión) El aventurero genial que durmió en el lecho de Catalina de Rusia, ¡vino a morir en el jergón de una húmeda mazmorra, engrillado, devorado por las alimañas!.
José: (Acercándose con una manta) Señor, está refrescando en el parque. Regrese al lecho.
Bolívar: (Mirando hacia el jergón) General Miranda, ¡cumplí con mi deber!. De haberme quedado un solo hombre, rechazo a los oficiales traidores que se apoderaron del Fuerte. Me atrevo, lleno de vergüenza, a dirigirle estas letras, para solicitar a usted una tregua ¡no osaría mirarle a la cara luego de mi derrota! No me siento culpable, pero sí, ¡muy desdichado!... De usted, con la mayor consideración... su apasionado súbdito, Coronel Simón Bolívar.”
José: Estatua empapado de sudor. Le preparé una tizana, eso calma los delirios de la fiebre.
Bolívar: ¿Delirios...?
José: Su merced volvió a recitar aquella carta al General Miranda, luego de perder la fortaleza de Puerto Cabello.
Bolívar: (Suspira) Es que... ¡me enfurecí, José, cuando el general Miranda me envió a defender Puerto Cabello! ¡Esperaba combatir en sus filas contra el español Monteverde!. Pensé que me enviaba a esa plaza como un castigo. Sólo comprendí su importancia al perderla: Puerto Cabello era la puerta de entrada del enemigo. “Venezuela está herida en el corazón”, dicen que dijo al recibir mi parte de guerra dando cuenta de aquella pérdida. Y luego... ¡capituló!, capituló ante el invasor Monteverde. (Pausa) Él, que asombró al mundo con su coraje, en su patria... ¡¡capituló, José!!. Entonces, yo, su leal súbdito... (José lo ayuda a volver a la mecedora) Yo, su leal súbdito, como un judas... ¡lo entregué! (Se instala, agiotado, en la mecedora, enjugando el sudor de su frente).
José: Hace quince años de eso, señor. Además, por esas calumnias que corrían sobre le persona del general Miranda, pensó usted que era su deber...
Bolívar: (Cortando) ¡No me halles excusas!. ¿Quién mejor que yo lo conocía?. ¿No sabía, acaso, que era incapaz de traición o cobardía?. Fue por mi maldito apasionamiento de juventud. Tan pronto amas, como odias. Mientras más alto tienes a alguien, más bajo o sientes caer... (Pausa) “Calumnias”. Los mediocres se valen de esa arma funesta para sacar de en medio a los grandes... y ocupar su puesto.
José: “Sólo quitamos de las mordazas de las bocas para recibir injurias”
Bolívar: ¡Bien dicho, José!
José: La frase suya, mi general.
Bolívar: Ah... (Sonríe). Puedes quedártela. (Escucha, concentrado). ¿Oyes?
José: ¿Las aves marinas?
Bolívar: Graznidos de cuervo!. Parecen decir “la:ca:rra:ca... ”. “La Carraca es el nombre de su prisión en Cádiz.
José: Deje de atormentarse, señor. La situación entonces era tan confusa... Todos pensaron que la capitulación que firmó el general Miranda era un acto de cobardía.
Bolívar: (Sin escucharlo) Un hombre que sabía vivir, José. Había algo rotundo en sus actos... algo que me hacía sentirme muy... disminuido. Muy “poca cosa”. (Se burla con amargura). Lo que yo era entonces: un estúpido y engreído coronelito. ¿Pediste los pasaportes para Jamaica?
José: El médico le prohibió los viajes por mar, su merced. (Sacando del fondo del sector dormitorio un tazón, se lo tiende). Su tizana.
Bolívar: Tizanas... ¡Un general debería morir en acción!
José: Cuando se alivie de su dolencia, puede regresar a Bogotá. Hay muchos oficiales que están allá descontentos con su destierro, mi general.
Bolívar: No, José. Mi mano lleva bien la espada y muy mal el bastón de mando. Acepté altos cargos sólo para restablecer el orden, pero al apaciguarse los ánimos, yo renunciaba.
José: ¡En favor de los generales que lo enviaron al exilio!
Bolívar: (Se queda un instante pensativo, murmura). No debo volver a Bogotá...
José: Sin embargo, señor, doña Manuela parece tener en ello grandes esperanzas.
Bolívar: (Reacciona, inquieto) ¡Manuela!. ¡No debe permanecer en Bogotá agitando los ánimos!. ¿Por qué no ha venido?
José: Usted le envió un mensaje diciendo que su salud había mejorado.
Bolívar: ¡Estatua en mi “cama de morir”! ... Escribe eso. Debe ella saberlo. (Fatigado, se acomoda en la mecedora para dormir, José coloca la manta sobre sus rodillas). A Manuela, que me la traigan... (Murmura antes de dormir)... que me la traigan...

Estatua alla una luz brillante a un costado del sector Parque y entran, con fanfarrias de circo, un hombre de negro y dos grotescas mujeres, “arpías”, que ríen y agitan matracas al hablar, trayendo a Manuela montada en una armazón de caballo. Manuela viste su uniforme de ofíciala: la blancura de la tez de su rostro contrasta con el negro retinto de su larga cabellera suelta sobre sus hombros. Su actitud es hierática. Bolívar dormido, queda en penumbra, José se ha retirado.

El Hombre: ¡Aquí la tienen!. Manuela Sáenz de Thorme, quiteña, hija adulterina de un “chapetón”. Educada en un convento, del que huye, al cumplir los 17, con un oficialito español
Las arpías: Del convento al arroyo ¡muchacha escandalosa!
El Hombre: Para ocultar el pecado, su padre la casa con el agente británico de comercio, mister James Thorne. Ella continúa su relación ilícita, la madre encubre sus amoríos.
Las arpías: (Agitando unas matracas) ¡A madre puta, hija puta...!
El Hombre: Cuando el Libertador entra victorioso a la ciudad de Quito, la señora Manuel de Thorme se convierte en su amante...
Las arpías: ¡Ay... los cuernos ingleses de mister Thorne!
El Hombre: Sigue al Libertador en sus campañas. Dos veces le salva la vida: una, estando ambos en el lecho, distrae a los conspiradores con sus encantos, mientras él salta a la calle por la ventana. Desde entonces es llamada...
Las arpías: (Burlándose, al salir). ¡La Libertadora del Libertador!

Salen Hombre y Arpías llevándose a Manuela. Bolívar despierta, se dirige a José, hacia el fondo del sector dormitorio

Bolívar: ¿Dónde está?
José: (Entrando) ¿Quién, señor?
Bolívar: (Remeda, malhumorado) “Quién, señor”... Hablábamos de Manuela.
José: Así es. Le decía que doña Manuela piensa que hay en Bogotá muchos partidarios suyos, que basta que usted se presente...
Bolívar: (Cortando) ¡No quiero más sublevaciones!. “Bochinches” los llamaba Miranda. (Pausa) Además, es demasiado tarde. A los cuarenta y siete años me siento... un anciano. Decrépito.
José: Es ese mal del pulmón, señor. La tisis que se llevó a sus padres. Mala herencia le dejaron.
Bolívar: (Se queda un instante pensativo, luego con voz dulce). Mis padre no fueron el orgulloso don Vicente ni su esposa, doña Concepción... (La luz baja sobre ellos y va subiendo en la Plataforma de las Evocaciones). Por madre tuve una esclava, la Negra Hipólita. Crecí en el patio de la servidumbre. Había un granado y un samán. ¡Maravillosa madre tuve, José!. En sus pechos bebí la ternura... y la rebeldía.

La Negra Hipólita sube a la Plataforma, meciendo en sus brazos una criatura imaginaria.

Hipólita: Simón, amito Simón... fina sangre y piel oscura como la de mi negrito llorón. (Canta, acunándolo). En la Hacienda de San Mateo me aparearon como la vaca con el toro con un negro fornido ¡pa' que tuviera leche pa' usté, mi amito!. (Sonríe) Leche tengo de sobra pa los dos. Simón. Simón, fina sangre, piel oscurita... (Sale Y vuelve a entrar enseguida: ahora crea a un niño mirando y hablándole hacia lo alto). Baje, amito Simón... ¡Aguárdenlo!. Tres añitos, cabalgando en las ramas del samán. ¿Quiere que venga “Mandinga”?. Cacho y cola les crece a los niños desobedientes.

Mímica de recibir en sus brazos al niño asustado

No, no es verá. Ya, tranquilo, son cosas que dicen. (Gesto de dejar al niño en tierra) Ahora, vaya al salón grande, niño Simón. Estatua han velando a su padre. Murió el Coronel de los escudos y blasones, de la vajilla de plata y los carruajes dorados. ¡Cómo lo llora la Coronela! Y eso que yacía con ella na más de cuando en vez, pa hacerle un crío. ¡Diablo su padre, amito!. A la Tomasa y a la María Bernarda, las amarraba a un estaca pa darles con la fusta antes de hacerle sentir su hombría, pues. ¡Calla, Negra habladora! (Mira al niño imaginario con ternura). Tres añitos y me mira como si entendiera. (Mímica de tomarlo en brazos, sale)

Vuelva a entrar y corretea como jugando con el niño, ya mayor. Cae y se levanta, riendo

Sosiego, niño... Ya, déjeme... El Padre Andujar quiere hablarle, amito Simón. (Mirando haia arriba) No, pues... ¡Ya se encaramó!. Ni que fuera un mico, niño. No se puede quedar arriba de los árboles, que el Padre Andujar tiene que hablarle. Y usté, amito, no le diga malas palabras que doña Concepción ligerito lo castiga. Ahí, la oigo, que está lamentándose. (Voz de falsete imitándola) “Ay, Padre Andújar, es que ya no puedo con mi Simón Antonio de la Trinidad”... (Con temor) ¡Jesús, ahí viene!. (Se retira de prisa)

Entra el Padre Andujar. Es un rubicundo religioso español. Lo anuncia el tintinear de las muchas medallas que lleva colgando de su sotana. Busca al niño con la vista.

El Padre Andujar: Ah, ahí estás... Baja, Simón Antonio que tenemos que charlar. ¡Pardiez!. ¡Un Bolívar Palacios que no quiere oír hablar de Dios! Ven. (Da unos trotecitos como siguiendo los desplazamientos del niño en los árboles, lo que hace sonar sus medallas). ¿Qué tantas risas?. Estatuas medallas son testimonio de mi fe ante un milagro que me hizo la Santísima Virgen. ¿Qué has dicho?. ¿Que no existe la Virgen?. ¿Ni Dios?. ¡Pecador!. Repite veinte veces “Dios existe, Dios existe...” (Vuelve a desplazarse, mirando hacia arriba, siguiendo los movimientos del niño, seca el sudor de su frente). ¡Baja de una vez, pendejo! (Se santigua de prisa, murmurando). Qué palabras me haces decir. Baja, niño, que debo prepararte para tu primera comunión. ¿Me escuchas Simón Antonio?. Unirás luego tus oraciones a las nuestras para rogar por este desquiciado país... Intentan rebelarse contra el rey Carlos, esto es ¡contra Dios!. Pues Dios le habla al Rey Carlos. (Se queda escuchando lo que dice el niño). No, cretino, ¡no hablan a gritos como me tienes ahora hablando a mí. ¿Donde te fuiste?. ¡Maldito seas... (Vuelve a santiguarse) Perdóname, Señor, pero es que este niño ¡es un engendro de Satanás!

Sale. Se oye el teñido de campanas fúnebres.
Vuelve a entrar, ahora acompañado del niño que crea al hablarle.

Ha muerto tu madre, Simón Antonio. ¡Dios la reciba en su gloria!. Tendrás pues que ir a vivir con el abogado de la familia. El será tu preceptor, y tus tíos velarán por tu patrimonio. A los nueve años, el cielo te envía una dura prueban recemos para que se fortifique tu alma. (Rezando sale)

Baja la luz sobre la Plataforma sube en el espacio parque, donde vaga Bolívar. Lo sigue José:

José: No le conviene salir a la intemperie, señor...
Bolívar: Cuando la muerte nos ronda, los recuerdos más lejanos acuden a nuestra memoria, porque, José ¡estoy en mi cama de morir!. (Se aferra a os barrotes, sector prisión). La gesta libertaria está cumplida, General Miranda, pero nuestro más caro sueño. La unión de las repúblicas... (Suspira)
José: Estatua pálido, señor. Regrese al lecho. La fiebre...
Bolívar: ¡No estoy delirando!. ¿Acaso no puedo hablarle a mis fantasmas sin que me creas insano?. Mi mente está lúcida. Aún tengo muchas cosas que decirle al general Miranda. Y al mundo. (Camina en silencio, se vuelve hacia José). Estuve cerca de veinte años en el poder y ¿qué me ha quedado?. Sólo unas cuantas conclusiones ciertas: Uno, América es ingobernable. Dos, el que sirve a una revolución ¡ha arado en el mar!. Tres: hay que alejarse de este continente, pues pronto caerá en manos de títeres y tiranuelos. (Da unos pasos y dice para sí, enfático) ¡No!. No estábamos en absoluto preparados para independizarnos de España, esa madre madrastra que nos mantuvo al margen de los acontecimientos... ¡Pasamos a través de los siglos, como los ciegos entre los colores!

(Un silencio)

José: Regrese al lecho, señor
Bolívar: ¡Estatua en mi lecho!. Y tú, José, te introduces en mis sueños, repitiendo “regrese al lecho, señor”.
José: Su merced vaga por el parque, hablándole a los árboles.
Bolívar: Me dirijo a los próceres de América. (Alzando la vista) ¿Andan mal las cosas, verdad?. Es duro estar ahí, rígidos, en el bronce, mientras todo lo que intentamos construir se va al carajo. Sacrifiqué mi salud y mi fortuna... (Regresa a su mecedora en sector dormitorio, José lo sigue) José. Cuando muera, ve donde el vecino y le pies una camisa limpia.
José: (Lo mira con ternura) ¿Para qué, mi señor?
Bolívar: Para hacer mi mortaja. ¡Qué pobres nos ha dejado esta gesta!...  No volveré a Bogotá. Santander no ha de seguir humillándome. Los colombianos, sin embargo... “el pueblo colombiano”, me honró nombrándome su presidente. (Pausa) Los pueblos, José, se profesan mutuo afecto. ¿Quiénes provocan las guerras?. Sólo unos cuantos generalito ambiciosos. Escribe esto: “Que los militares sólo esgriman la espada en defensa de las garantías socales de la ciudadanía... ” Ve por papel y tinta. (Sale José)

Surge al fondo, de entre las sombras, la silueta de un hombre encorvado, sin edad, rostro poco agraciado, pero de personalidad muy atrayente

Bolívar: ¡Simón Rodríguez!. ¿Eres tú, viejo zorro?
Rodríguez: ¡El mismo! (Se abrazan efusivamente). ¡Querido tocayo y discípulo!
Bolívar: Oye... ¿no te habrás muerto y estoy viendo un fantasma?
Rodríguez: (Sonríe) Pienso sobrevivirte. Me retiré, eso sí, de la vida pública, después de vagar por estos países de tu famosa “Gran Colombia”, desasnando a la gente. Pero ¡ya no más!
Bolívar: Te conozco porfiado orejón. No sabes estarte quieto. ¿En qué andas ahora?
Rodríguez: Compré una propiedad en el norte de Chile. Instalaré una fábrica de velas de sebo. ¡Un modo de alumbrar a los que viven en la oscuridad!. Pondré un anuncio. “Luces y virtudes americanas, velas de sebo, paciencia y jabón”. (Lo mira con cariño). Amigo mío ¡qué fatigado te ves!
Bolívar: Y tú, querido maestro ¡qué envejecido!
Rodríguez: Siempre fui un viejo. Y recuerda que te llevo doce años.
Bolívar: ¿Qué edad tenías cuando me llevaste a tu casa “para desasnarme”?
Rodríguez: (Subiendo a la Plataforma, la que se ilumina). Tú tenías doce, de modo que yo... (Bolívar ha quedado en las sombras, y Rodríguez se dirige ahora al muchacho de doce años que imagina y crea con su mirada)... ¿de modo que yo?. Vamos, dilo. (Escucha) ¿Treinta y tres? Vamos, muchacho, dos números pares no suman un número impar. Verás...  (Se desanima) Dejemos las matemáticas por ahora. Tengo buenas nuevas para ti, Simón. Tus tíos me autorizan para llevarte a mi casa. ¿Dije “mi casa”?. ¡Un chiquero, una pocilga, eso es lo que es!. Una tienda de gitanos. (Se desplaza haciendo la mímica de ir presentándole a su familia). Mi hermano. Mi cuñada. Niños ¡saquen de aquí a ese mico!. Y el loro y la tortuga, caramba! (Al imaginario Simón niño a su lado). Luego te presentaré a mi esposa. No ha venido últimamente a casa, pero volverá. Le envié una nota a su amante: (Sacadle bolsillo un papel que lee): “Señor, sírvase devolverme a mi esposa, también yo la necesito para los menesteres a que usted la destina”. (Baja hacia atrás de la Plataforma y vuelve a subir en mangas de camisa, trayendo la armazón de caballo. Monta.) ¡Aquí van Simón y Simón galopando por los llanos de Aragua!. Hermosa tu hacienda, muchacho! Respira el aire puro y disfruta de la naturaleza, Simón... (Mímica de escuchar al muchacho). Te salvé de tus cárceles de pupitres y preceptores tiranos, pero no por eso debes “amarme”... Guarda ese vocablo para las hembras. (Escucha) Ah, hipócrita... te he visto derribar mulaticas entre los carrizales. ¡Sabes hacer el amor, aunque escribas “hacer” sin H, y “amor” con H! Debemos trabajar esa ortografía. (Simula cabalgar luego escucha al muchacho). Sí, estuve en el Viejo Mundo. Pronto tus tíos te enviarán a Madrid... Pero creo que te decepcionarás. El joven señorito con colleras de oro, dueño de minas y campos de añil, pasará a ser “el indiano aquel”... Bueno, pero hablemos mejor de mi gran maestro, Jean Jaques Rousseau: él piensa que el mundo anda mal y que hay que cambiarlo. Cuidado: esa palabra “cambio”, no conviene pronunciarla en voz alta. (Escucha). ¿Quién es?. ¡Rousseau es el paladín de la libertad, muchacho!. Y esa otra palabra “libertad”, ¡no has de pronunciarla en absoluto!. Unios, por gritarla, murieron en la horca. Fueron los primeros mártires de un movimiento, ¡el que ya nadie podrá detener!. (Desmonta y simula llevar al muchacho a un costado). Estatua o has de saber, Simón: el rey de España nos pone trabas en el comercio, no permite que sus colonias se entiendan entre ellas. Los criollos no tenemos derecho a ser magistrados, generales o gobernantes... ¡Pero llegará el día en que aquello se termine!. Y comience... Simón, vamos a nadar el río, esta charla me ha acalorado.

Baja la luz en la Plataforma, sube sobre Bolívar que continúa en la mecedora, José está de pie a su lado.

Bolívar: Otro gran majadero, ese Simón Rodríguez!
José: (Sonríe burlón) ¿“Otro”, su merced?
Bolívar: El otro” soy yo, José. Supieras cuánto he molestado al mundo con mis catas y proclamas, las constituciones para ordenar las nacientes repúblicas!. Gran majadero he sido. Y, ya lo ves, termino mi vida bien solo. Gracias por tu fiel compañía, José.
José: De haber vuelto a casarse, señor, hoy tendría hijos.
Bolívar: Juré no volver a casarme. ¡No sabes cómo era mi María Teresa!. Tenía apenas 16 años cuando nos conocimos en Madrid.
José: ¿Y usted?
Bolívar: Veinte. La traje a mi hacienda de San Mateo. Su salud era tan frágil, que su padres no querían dármela por esposa. (Pausa) No resistió nuestro clima bárbaro... Me sentí culpable cuando murió. ¡Cómo la amaba, José!. Nunca volví a ser tan feliz como en aquella travesía, a poco de casarnos. (Sube a la Plataforma el actor que interpreta a Bolívar en su juventud, trayendo una vela de navío que instala al centro de la plataforma, luego ayuda a subir a una joven que viste de blanco, quitasol de encaje, sombrero con un velo que oculta su rostro. Se proyectan algunos reflejos de agua.) Dos jóvenes puros que descubren las delicias del primer amor, del amor para siempre... En esa travesía conocí la dicha perfecta, José... Malo es tener luego que medir con aquella vara tus emociones y tus sentimientos. (El joven Simón le ofrece a su pareja una rosa encarnada). Era el tiempo de las rosas, José. De la belleza. No había un solo presagio de tormenta. Como si Dios, de vez en cuando, quisiera probarnos que la dicha existe.
José: ¿Cómo es su rostro?
Bolívar: Flaco, pálido, estragado por la pasión que me consumía.
José: (Con malicia) Me refería al rostro de su joven esposa.
Bolívar: Temerosa del sol y de la intemperie, siempre protegiéndose con su sombrilla (Ella baja la sombrilla). Y su rostro oculto por un velo, así quedó en mi memoria... (Ella alza el velo y le sonríe, es “Manuela”). ¡Canalla!
José. ¿Quién, su merced? (Va bajando la luz sobre la Plataforma)
Bolívar: ¡Manuela!. La muy celosa se introduce en recuerdos que no la conciernen, José... ¡He olvidado el rostro de mi María Teresa! (Calla, sumido en su melancolía)
José: (Tratando de distraerlo). ¿No intentó su merced, regresar con su esposa a Madrid al verla enfermar?
Bolívar: Lo pensé, pero no hubiera resistido el viaje. Además, mi experiencia en España no fue buena. Desde niños nos hablaban de unos reyes santos y hallé una Corte en total disolución. En casa de mi tío donde me hospedaba, vivía un tal señor Malló. El favorito de la reina María Luisa. Ella lo visitaba en su alcoba y me pedía que le alumbrara el camino. (Ahora sube Simón (Bolívar joven) a la Plataforma que sigue en semi penumbra, llevando un candelabro). Tenía la reina sus buenos años pero caminaba airosa, moviendo sus caderas y balanceando sus faldas crujientes. “Eres un chico precioso, simón Antonio” me decía, besándome en los labios. Su nariz ganchuda siempre a punto de topar con su mentón alzado. “un precioso chico, Simón Antonio”...

Simón joven deja el candelabro y trepa por la escala de cuerdas que hay al costado de la Plataforma Luz brillante sobre la Plataforma, mientras queda a oscuras el sector dormitorio. Bolívar y José se retiran por el fondo de ese sector. Bolívar joven se designa como “Simón”

Simón: (Desde arriba). ¡Padre Andujar!. ¡Padre Andujar!
Padre Andujar: (Subiendo a la Plataforma). ¿Qué hay? (Mira hacia arriba)
Simón: Vengo llegando de Madrid, Padre. Tenía usted razón: Dios le habla al rey: le ordena que componga relojes. Hay un relojero en la corte que se dedica a descomponerlos para que al rey no le falten.
Padre Andujar: Vaya hijo. Y ¿para qué piensas que le impondría Dios esa tarea?
Simón: Para calmar su nervios, Padre, mientras la reina se María Luisa se revuelca en el...
Padre Andujar: ¡Calla si va a decir una herejía! (Un silencio). ¿Se revuelva...?
Simón: En el lecho de sus favoritos. ¿No escuchó hablar de un tal Godoy, que mandaba en España más que el Rey?. ¿O de un señor Malló?
Padre Andujar: ¿Cómo te atreves a calumniar a sus Majestades?
Simón: Visite a su Rey cornudo, Padre. Y dígale que ya está bien de destinar las riquezas de sus colonias para los lujos de su Corte.
Padre Andujar: Granuja... repites las lecciones subversivas de tu preceptor ateo, ese Simón Rodríguez. Pediré a tus tíos que lo hagan encarcelar.
Simón: Ya lo hicieron, pero salió en libertad y se exiló en Europa. Donde pienso regresar cuanto antes. (El Padre se retira furioso y Simón baja por la escala de cuerdas.)

Un actor sastre sube a la Plataforma y viste a Simón con suma elegancia. Su atuendo lo hace verse algo mayor. Se retira el actor sastre y sube a la Plataforma Simón Rodríguez con una bata blanca trayendo una probeta de laboratorio

Rodríguez: ¡Simón!
Simón: ¡Simón!
(Se abrazan efusivamente)
Rodríguez: ¡Qué alegría verte!. ¿A qué viniste a París?
Simón: Pues... a agradecerte tus enseñanzas, “Maese Rousseau”.
Rodríguez: Ahora me hago llamar Robinson y me dedico a la investigación científica. (Ríe) Y deja las ironías. Te enseñé todo, salvo aquello por lo que me pagaban tus tíos: tu última carta es un modelo de cómo destrozar la lengua española. Ahora ¡el verdadero motivo de tu viaje!
Simón: (Con simulada aflicción). Me envían a distraer mi dolor.
Rodríguez: Ah. Tu viudez prematura. Un joven “indiano”, con anillo de diamantes. Te distraerán las parisina, y cuando te canses, ¡los acontecimientos!. ¿Qué opinas de Napoleón!
Simón: Su genio irradia sobre el universo, pero es un traidor a la revolución que lo llevó al poder.
Rodríguez: ¡Caramba!
Simón: ¿Es posible distinguir el débil umbral que separa el poder y la gloria de la tiranía?. Al hacerse coronar emperador ¿no se convirtió en tirano?
Rodríguez: El mismo exaltado de siempre. Creo que “el poder y la gloria” ejercen una extraña fascinación sobre tu persona. (Mirando hacia afuera). Se detuvo un carruaje ante mi puerta.
Simón: Ah, sí... Debes excusarme. Tengo una cita galante.
Rodríguez: ¿Aquí? (Simón asiente, contrito). ¡No pierdes el tiempo!
Simón: Es mi prima Fanny, una heroína digna de Rousseau. Muy liberada,
Rodríguez: Liberada, ¿de qué?
Simón: De un esposo viejo y aburrido. Podrías prestarme tu... ((Gesto, tímido)
Rodríguez: ¿Mi casa? Vaya... Bueno, creo que tendré que dar un largo paseo por las calles de París... (Sale, riendo, quitándose su delantal blanco)

Entra Fanny. Es la misma actriz que vimos como Manuela, (que es como Bolívar recuerda a las mujeres con que se relacionó en el pasado). Sólo cambia su manera de actuar y el que lleva el cabello recogido en un moño, y un sombrero a la moda de París.

Simón: Fanny, querida... (Besa su mano y sin transición, la toma en sus brazos y la besa en los labios. Ella ríe)
Fanny: Luces admirablemente, primo Simón.
Simón: Te equivocas: estoy muy deprimido. Necesito tu consejo de mujer experimentada.
Intenta desabotonar su blusa, ella se defiende débilmente
Fanny: ¡Simón!. Quedamos en que nuestros amores serían románticos, puros y melancólicos.
Simón: Entonces, no provoques incendios. (La acaricia). Ah, tu piel, tus senos, dame tu fuego y toma el mío...
Fanny: ¿Cómo? ¿Así, sin preámbulos?. ¿Qué diría Chateaubriand?
Simón: ¿Quién?
Fanny: Chateaubriand.
Simón: Tus amigos parisinos. Insoportable. Madame Recamier, Thalma, Madame de Stael. Sólo falta Napoleón Bonaparte.
Fanny: ¿Napoleón?”. ¡Estabas borracho en aquel banquete!. ¡Cómo pudiste hablar peste de Napoleón ante sus propios oficiales!. ¡No sabes el escándalo... (La hace callar besándola)

La derriba sobre el entarimado. Oscuro en ese sector (se retiran)

Luz en sector parque, Vemos a José como una estatua de Napoleón (visión de Bolívar) Lleva un bicornio y coloca su mano en la posición característica, no hace falta mayor cambio. Acordes de la Marsellesa. Entra Bolívar.

Bolívar: Vaya... ¡Napoleón Bonaparte!
Napoleón: De modo que os expresabais mal de mi augusta persona...
Bolívar: Os admiraba, Excelencia. Sólo que...
 (Calla, hace un gesto de desánimo)
Napoleón: “Insouciance de jeneusse“. Ligerezas de juventud.
Bolívar: Perdonad si os acusé de dictador. (Pasean por sector Parque). Debéis admitir que el poder concentrado en un solo hombre conlleva aquel peligro. No obstante, ¡qué increíble ascensión la vuestra!. Admiré el fasto y las multitudes delirantes que os aclamaban. Hasta deseé ser el Napoleón de nuestra América Hispana. ¡Si lograba liberar estos países, podía ser tan grande como vos!. Bueno, sólo una idea que cruzó por mi mente, de la que hoy me avergüenzo. Pero rechacé vuestras guerras por inútiles y devastadoras.
Napoleón: Sin embargo, mi invasión de España favoreció vuestra independencia.
Bolívar: No la invadisteis con aquel propósito, ¿verdad?
Napoleón : “Bien sùr que non, Monsieur Bolibag...
Bolívar: ¡Recordabais mi nombre!
Napoleón: Por aquel extravagante sombrero que llevabais en París, que pasó a llamarse “Chapeaux Bolívar ”

El actor José acompaña a Bolívar hasta la mecedora, junto con quitarse el bicornio, volviendo a ser José. Le pasa un tazón.

José: Señor, es hora de tomar su medicamento.
Bolívar: ¡De modo que eras tú! (Lo mira con extrañeza). Pensé que charlaba con... No importa.
(Recibe el tazón)
José: El señor se durmió en su mecedora un par de minutos.
Bolívar: (Alarmado) Estatua mal, José. Ya no distingo entre el sueño y la vigilia. ¡Mis delirios se salen de madre, desbordan sobre la realidad!. El pasado se mezcla al presente. ¿Qué malditas tizanas me han recetado los médicos?. (Tira lo que hay en el tazón que ha probado). ¡Me están perturbando la mente con sus pócimas!
José: Cálmese, mi general. (Sonriendo mientras seca el agua derramada). Me estaba contando sus aventuras en París. Hablaba de una dama y del señor Rodríguez.
Bolívar: ¡Qué gran farsante era yo entonces, José...
José: ¿Cómo, señor?
Bolívar: Decidí, de pronto “morir de consunción”. Era la moda. Dejé de comer, tosía, me fui quedando en los huesos... y mi pobre maestro Rodríguez...

oscuro en sector dormitorio. Luz sobre la Plataforma. Simón, tendido, cubierto con una sábana, y junto a él, Rodríguez. Le toma el pulso.

Rodríguez: No te mueras, Simón. ¿Quién se muere a los 20 años y en París?. Sólo los estúpidos. No eres el único viudo en el mundo.
Simón: (Voz exageradamente débil). Los médicos parecen alarmados...
Rodríguez: Así cobrarán grandes sumas por “salvarte”. ¡Vivirás, Simón!, ¡el porvenir es tuyo!. Puedes escoger una brillante carrera.
Simón: (Débilmente) ¿Cuál, por ejemplo?
Rodríguez: La ciencia. Visitaremos al profesor Humbold que acaba de regresar de un apasionante viaje por las Américas.
Simón: No me atrae la carrera científica.
Rodríguez: ¿La de las armas, entonces?. ¡Para liberar a tu Patria!
Simón: Perdí todo mi haber al juego... y con las damas. Para optar a un brillante carrera ¡se necesitan los medios!
Rodríguez: De tener fortuna ¿vivirías?. Quiero decir, “para escoger una brillante carrera”. (Él asiente) Júralo. (Él susurro algo). Que se oiga.
Simón: Lo juro por mi honor.
Rodríguez: Bien: se trata de un secreto que no debo revelar. Pero si de él pende el valioso hilo de tu existencia...
Simón: (Voz normal). ¿Un secreto? (Se incorpora ansioso). ¿Se trata de dinero?
Rodríguez: Caray, el moribundo vuelve a la vida. Posees la increíble cantidad ¡de cuatro millones! Mientras tirabas lo tuyo, por encargo de tus tíos, hice crecer tu patrimonio. Así es que ahora, jovencito ¡a cumplir tu juramento!
Simón: La brillante carrera. ¿Cuál?. He ahí el dilema.

oscuro en la plataforma. luz, atmósfera de irrealidad en sector parque. Bolívar vagando, se detiene ante “la estatua” de Humbold. Es nuevamente José a quién vemos ahora con una peluca y lentes.

Bolívar: ¡Profesor Humbold!. ¿Cómo no lo vi antes?. Nadie merece como usted una estatua entre los próceres de América!
Humbold: “Guten Nacht!. ¿Damos un paseo, Herr Bolívar?
Bolívar: ((Lo ayuda a bajar del pequeño pedestal). ¡No sabe usted cuanto lo admira y cómo influyó usted en mi futuro, Profesor Humbold!. Mientras yo dilapidaba mi fortuna en Europa, usted recorría nuestra América, investigando, dando a conocer sus inmensas posibilidades... ¡redescubriéndola como el segundo Colón!
Humbold: Basta, basta. Me confunden sus cumplidos.
Bolívar: Dígame, profesor ¿se unirán al fin, nuestras repúblicas?
Humbold: Aventurar conjeturas sobre esa materia, sería practicar el arte de la adivinación.
Bolívar: Tenemos una misma lengua, una misma religión y costumbres, un mismo origen...
Humbold: Un origen que ya es un pasado legendario.
Bolívar: Cierto. Apenas quedan vestigios de lo que antes fuimos. Hoy le disputamos la libertad a los colonizadores, y el suelo a los nativos ¡sus legítimos dueños!. No somos indígenas ni europeos, sino una especie intermedia... ¿qué somos los de Hispanoamérica, profesor Humbold?.
Humbold: ¡Un caso excepcionalmente complicado!”. (Pausa) ¡Por qué me dice que influí en su futuro?
Bolívar: Verá: cuando mi maestro me llevó a visitarlo, allá en París, quedé maravillado al escucharlo hablar de nuestra América, al ver con qué amor nos mostraba un trocito de mineral hallado en la cumbre del Chimborazo. En una ocasión dijo usted: “Los hombres allá están maduros para sacudir el yugo de España, pero ¿dónde hallar a alguien suficientemente fuerte para llevar a buen término esta magnífica empresa?. Y, al decirlo, fijó usted sus ojos en mí...

Oscuro en sector Parque, José (como Humbold se retira. Luz sobre la Plataforma de los recuerdos. Simón y Rodríguez andan de excursión por la campiña, una mañana de sol. Abajo, junto a la Plataforma, Bolívar observa y escucha.

Simón: No se burle, maestro; digamos, entonces que “creí” que el Profesor Humbold fijaba sus ojos en mí. En fin, ¿qué piensa usted?
Rodríguez: Que subes muy a prisa, la cuesta es empinada (Seca el sudor de su rostro). No tengo veinte años... Y respecto a a tu pregunta... pienso que tú, Simón, ya habías decidido liberar a su pueblo ¡pero prefieres atribuir aquella decisión a la mirada fija del profesor Humbold!. ¿Ves aquella altura?. Es el Monte Sacro. Desde ahí dominas toda Roma. (Se sienta. Descubre algo a sus pies, exclama jubiloso) ¡Una fárfara!. Jamás pensé encontrar esta especie en la campiña romana
Simón: Me aburre, maestro, con su botánica.
Rodríguez: Y tú, con tu historia romana. (Saca una lupa)
Simón: Usted me inició en ella. (Toma de su mochila una larga capa negra y envuelto en ella trepa por la escala de cuerdas de la Plataforma)
Rodríguez: (Examina con la lupa). ¡Vaya un hallazgo!. “Bohordos de escamas coloridas y hojas tormentosas”. Al incorporarse ve a Bolívar que se ha acercado a la Plataforma y continúa el diálogo con él, mientras Simón se ha quedado arriba de la escala en actitud solemne, le haba a Bolívar). Mira; ¡ésta si que es una especie rara!
Bolívar: (Le sonríe) Realmente me enfermabas con tu botánica. No he olvidado aquello de las hojas “tormentosas”
Rodríguez: Ni yo, tu juramento en la cumbre del Monte Sacro.

Música solemne subraya la actitud de Simón, arriba.

Rodríguez: Era un largo discurso que empezaba así: “Con que este es el pueblo de Rómulo, de Numa, de los Gracos atribuyendo a cada uno una hazaña o un crimen: de Horacio, de los Césares, Mesalina... (Bolívar lo detiene con el gesto). Juraste que no serías un conquistador, ni un César, ni un Napoleón ¡querías liberar y no someter!. Entonces, te volviste hacia mí para declara con fervor...
Bolívar: “Juro, delante de usted...”
Simón (Arriba) “Juro, delante de usted, juro por el Dios de mis padres... ”
Bolívar: “Por ellos y por mi honor...”
Simón: “Juro por la patria...”
Bolívar: “Que no daré descanso a mi brazo...”
Simón:  “Que no daré descanso a mi brazo, ni reposo a mi alma ¡hasta haber roto las cadenas que oprimen a los pueblos de América!”

Baja lentamente la luz hasta lo oscuro Queda un instante un haz de luz sobre el rostro solemne de Simón en lo alto antes del Oscuro total


Fin de la primera parte


Segunda parte | Versión de impresión

 

 


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