Dramaturgo / Isidora Aguirre  

 

 


Diálogos de fin de siglo

de Isidora Aguirre

Segunda parte

Cuadro 4

Un palco en el Teatro Municipal
Pequeño espacio “pasillo”
Sonido, termina primera parte de “El Trovador”, aplausos
En el palco, Rosario y Alberto, trajes de gala.

Rosario: ¿Y ese aire fúnebre Alberto? (Sonríe a derecha e izquierda, respondiendo supuestos saludos, y le habla a Alberto, disimulando algo con su abanico) Pareces ofendido.
Alberto: Más bien, cansado.
Rosario: (A una imaginaria vecina) Señora Isolina ¡qué gusto de verla! Su hijita está preciosa. (A Alberto) Te están saludando, Alberto.
Alberto: (Luego de responder al saluda) ¿Desde cuando estás tan frívola, Rosario?
Rosario: ¿No era eso lo que querías?
Alberto: No.
Rosario: Estás “cansado”...de qué?
Alberto: De asumir un rol, en un mundo que no escogí. “Los hombres no lloran, niño”. “No debes mostrar cobardía” Hay que cuidar el buen nombre de la familia y el rango: casa de dos pisos, fachada de mampostería, carruaje...
Rosario: Alberto.

(Le indica los vecinos del palco y pone un dedo sobre sus labios pidiendo silencio)

Alberto:  Abono a la ópera, viajes a Europa, militancia en el partido del padre y del abuelo, escalar posiciones políticas ¡y ya estás en la cúspide del poder! Y piensas que sin ti el país no avanza. Hasta lo sientes pesar sobre tus hombros. Tan alto estás y tan absorto en tus funciones que no te das cuenta que tu mujer ¡te ha mandado al carajo! (En su apasionamiento, sin darse cuenta, ha ido subiendo el tono de voz)
Amanda: (Preocupada) Por favor... Estamos en vitrina. ¿Qué te pasa?
Alberto:  (Suspira) Una crisis de sinceridad.
Rosario: ¿Te parece el lugar adecuado?
Alberto: No.
Rosario: (Mientras saluda educada con una sonrisa fingida, bajando la voz) ¿Qué te propones, Alberto?
Alberto: (Voz queda, evitando su mirada) Reconquistar a mi esposa.
Rosario: Salgamos al pasillo.

Cuando salen, aparece Ramón, y le dice algo al oído a Alberto, el que reacciona indignado

Alberto: ¡Pero esto es el colmo!
Ramón: (A Rosario) Abajo, en la puerta, vi a Corina: vino a avisarles que unos milicianos fueron a su casa a preguntar por Felipe.
Alberto: Iré a la Prefectura. tengo que saber quién dio esa orden... (Ha entrado al pasillo Amanda que llega al palco, Ramón se inclina obsequioso ante ella) Sea gentil, don Ramón, acompañe a las damas, llévelas a casa, quizá la Prefectura esté abierta y me tarde. (Sale)
Ramón: Vaya mala suerte: están reparando mi coupé . Vine al teatro con el señor Edwards. Debo prevenirlo que saldré para acompañarlas a casa.
Rosario: No se moleste, alquilaremos un victoria.
Ramón: ¡No faltaba más! Abajo hay una confitería, pueden aguardarme ahí mientras le hablo al señor Edwards, Luego buscaré un coche.

Van saliendo los tres mientras se escuchan los acordes de la ópera que se inicia luego del intermedio. Baja la luz hasta él

Oscuro
Pasacalle

Un farol de alumbrado con luz de gas en un costado da el espacio calle. La música de la ópera da lugar a montaje de sonido, con carruaje y voces lejanas.

Rosario y Amanda entran en la zoina de luz, temerosas por lo que escuchan.


Amanda: La confitería cerrada y la calle llena de borrachos.
Rosario: Y de gente agresiva.
Amanda: Estoy angustiada, Rosario, ¿Por qué crees que fueron a buscar a Felipe? (Sin contener su preocupación, estalla ¡Felipe está en casa!
Rosario: ¿Cómo? ¿Desde cuándo?
Amanda: Desde hoy por la mañana.
Rosario: Amanda... (Con extrañeza). Entonces, el sueño que me contabas...
Amanda: (Con pudor) Era real. Lo encontré cuando subí al cuarto de Corina. Se veía desesperado y hablaba de Lo Cañas, donde mataron a sus primos...
Rosario: Eso es muy grave. ¿Por qué no me lo habías dicho?
Amanda: Él estaba ahí, ocultándose... ¡Cuidado!


(Se oyen voces cercanas, la lleva hacia un lugar que el farol deja oscuro.)
Voces masculinas, (Recitando)

El día siete de Enero
se alzó la escuadre irritada
siendo luego secundada
nuestro país entero.
¡El dictador Balmaceda
se portó mal en la Moneda!
Ruido de enfrentamiento entre grupos,
Ellas avanzan algo y Amanda indica hacia un costado,
de donde proviene el ruido.
Luego se escuchan otra veces,
de tono diferente, identificando un grupo opositor.
Ahora son los opositores
los que nos tratan con rigor
hoy, como se están portando,
pues ¡Balmaceda era mejor!
Hoy día no hay vergüenza
la vergüenza se perdió:
¡No digan que Balmaceda
ha sido quién la mató!

Se escucha por un momento el ruidos de peleas entre los grupos,
carreras y voces que se van alejando.
Regresan ellas a colocarse bajo el farol

Amanda: Dime, Rosario ¿crees que Felipe está en peligro?
Rosario: ¿Te dijo él por qué se ocultaba?
Amanda: No, no lo sé. Pero don Alberto puede ayudarlo. ¿Por qué no le hablas, Rosario?
Rosario:
 Hace meses que no tengo nada que ver con mi esposo.  Es decir, no creo que deba inmiscuirme...
Amanda: ¿Tan mal están las cosas?. ¿Piensas que tiene otra mujer... ?
Rosario: (Niega) Es mi culpa. Siento... rechazo. Ni yo misma lo entiendo. Supongo que tiene que ver con la guerra. Pero Alberto cree que tiene que ver con el presidente Balmaceda.
Amanda: ¿Celos por esas viejas cartas?
Rosario: (Se alza de hombros) Bueno... sea como sea, le hablaré de Felipe.  ¿Lo amas?
Amanda:
 ¡Mucho! (La abraza, impulsiva). Eres fantástica... (Cambio, avisa) Viene don Ramón...

Entra don Ramón.

Rosario: ¿Consiguió un coche, don Ramón?
Ramón: “Je suis de´solé”. Con tanta celebración desaparecieron los coches de alquiler. Seguro que los cocheros andan tomando en las fondas del Parque. Pero no estamos lejos. Puedo acompañarlas caminado. (Le ofrece su brazo, Rosario lo ignora)
Rosario: ¿Pero no ha visto como están las calles?
Ramón: ¡Qué quiere!. Las fiestas del aniversario de la Independencia coincidieron con el mes de de celebración de nuestra victoria... Pero hay milicianos encargados de la vigilancia...
Amanda: (Mirando, hace una seña hacia fuera) ¡Cochero!

Se escucha un coche con caballos que se detiene, mientras salen ellos de escena. 

Oscuro
Cuadro Final

 

El salón de casa de Alberto.
Entra Alberto dialogando con Corina, seguidos de la Niña Rosa.

Corina: ¡No, don Alberto! No sé por qué la andaban buscando.
Alberto: ¿Se identificaron?
Corina: Milicianos, dijeron.
Alberto: ¿Por qué no ha regresado al convento la Niña Rosa?
Corina: Hay mucho alboroto en las calles.
Alberto: (Seco) Andan enfiestados.
Corina: Empiezan cantando, pero ligerito sacan cuchilla.
Rosa: Y disparan, también. Yo digo ¡no vayan a echar abajo la puerta! (Alberto la mira con extrañeza). De la casa de enfrente: todo el día la han estado rondando.
Corina: Vaya a la cocina, Niña Rosa. Enseguida voy. Hay que preparar un consomé de ave. (Sale Rosa). Ella tiene razón, don Alberto.
Alberto: (Ignorando su frase, se sirve licor). Te ofrezco un oporto, Corina.
Corina: ¡Miren que voy a tomar con mi patrón!
Alberto: Olvida por esta noche que eres una sirvienta.
Corina: Bah... ¿Qué soy entonces?
Alberto: Desde que enviudé, fuiste una madre para Felipe. Sírvete.
Corina: No me gusta tomar. Es perjudicial
Alberto: Una copita no es emborracharse. (Le sonríe con malicia)
Corina: (Ofendida) Y ahora me va a “representar” que una vez me vio borraha. Fue por el dolor de ver a mi hijo maltratado.
Alberto: De tu hijo te quería hablar. Nunca imaginé que la policía iba a entrar a esta casa cuando tuve que ocultarme. Sé que lo pasó mal, pero no me culpes, culpa al gobierno que castigaba a los inocentes. (Pausa) Le diste tu leche a mni hijo, ¡cómo podría hacerle daño al tuyo!. ¿Sigue en las milicias?
Corina: Donde usted lo recomendó.
Alberto: Quizá conozca a esos milicianos que vinieron esta noche. No lo tomes a mal, pero podría tratarse de una venganza. Desde pequeño tu hijo vio las diferencias entre él y Felipe. Luego ese injusto apaleo, por ser mi empleado. Corina, hay muchos agitadores predicando el odio de clases. ¿Entiendes?
Corina: No sé de qué está hablando, don Alberto.
Alberto: No deberíamos tener sirvientes, es hacer ostentación. . . Pero, los necesitamos.. (Calla, vacila) No, no era eso lo que quería decir. Me enredo porque no me agrada hablar de esto (Pausa) En fin, quiero saber si tu hijo me guarda rencor aún. Porque, como está en las milicias. . .
Corina: Ya entiendo. Está acusando a m’hijo.
Alberto: No, no es eso. (Rabioso) ¡Es que no comprendo por qué vinieron a esta casa, sabiendo que mi hijo anda en Europa!
Corina: Quizá está de regreso, vaya usted a saber . . . (Evita mirarlo) Y como iba tanto a esas tertulias del Palacio de la Moneda, donde el Presidente Balmaceda... Quizá por eso lo buscan.
Alberto:  ¡Tú sabes algo! ¿Quién te dijo que Felipe estaba de regreso? ¡Dímelo!
Corina: Bueno . . . que “se cuenta el milagro y no se mienta el santo”.
Alberto: No me salgas con dichos, esto es muy importante. Si Felipe estuviera ern Santiago, habría venido ¿no?
Corina: Usted lo corrió de la casa.
Alberto: ¡No porque te doy confianza, tienes que meter la nariz en mis asuntos.Ha entrado Rosario hace un instante y se queda en el umbral escuchando.
Corina: (Agresiva) ¿Con qué destino pregunta, entonces?
Alberto: ¡No es modo de responder! (A Rosario que se le acerca, le explica) Corina cree que Felipe está en Santiago. (Corina , ofendida, se ha retirado.) ¡Corina!
Rosario: Déjala en paz.
Alberto: Y tú ¿sabes algo de Felipe?
Rosario: Es posible que haya vuelto.
Alberto: ¡Por qué no está aquí, entonces? Sí, lo sé: “lo eché de la casa”. Sólo fue un arrebato del momento. Sin importancia.
Rosario: Piensa que tal vez para él fu importante. Los artistas con sensibles. No tenías, tampoco, por qué insistir en que siguiera la carrera de Leyes.
Alberto: ¡No más recriminaciones por favor! Termina esta guerra, mujer. (Pausa) Se diría que la gente que mas quiero se ha vuelto contra mí. (Ella va a decir algo, la detiene on el gesto) Espera, aún no termina mi crisis de sinceridad. (Cambio. Voz cálida) Me haces falta. Y te necesito “de mi lado”. De veras, no quiero perderte, Rosario, y...

Calla, al ver que entran Corina y Niña Rosa trayendo tazas de caldo. Prosigue en cuanto ellas se retiran

Alberto: Porque te estoy perdiendo. ¿A cambio de qué?. ¿Figuración, prestigio?. Perdiéndote a ti que eres como mi propia conciencia. (Con pudor, evitando mirarla). Por la mañana te hice una escenita estúpida. Lo de esas cartas está perdonado. Aunque es petulancia perdonar algo que no me concierne. Es más, si me juras que me has sido infiel con ese hombre ¡no lo creería! Es que... ¡me perturba tu rechazo!. ¿Por qué empezó junto con el alzamiento?. ¿Junto con mis ataques a Balmaceda?
Rosario: ¿Me estás acusando?
Alberto: ¿Debería hacerlo? (La mira inquisitivo)
Rosario: (Incrédula) ¿Crees que tuve algo que ver con don José Manuel?
Alberto: (Burlándose) ¡”don José Manuel”!
Rosario: ¿Cómo debería llamarlo?
Alberto: ¡Lo admirabas mucho, verdad? (Ella no responde) No puedes negarlo.
Rosario: No, no lo puedo negar. El no estaba defendiendo sus intereses personales, sino los de su país. Tal vez cometió errpres, pero más bien me parece ¡que no lo dejaron gobernar!
Alberto:  (Agresivo) ¿Acaso oíste sus quejas?. ¡Qué hubo entre ustedes?. ¿Se veían con frecuencia?
Rosario: (Seca) En las recepciones oficiales. A las que tú me llevabas.
Alberto: ¿Era galante contigo?
Rosario: ¿A qué quieres llegar?
Alberto: Contéstame.
Rosario: Ah: es un interrogatorio.
Alberto: Eres irritante con tus evasivas. ¿Te hacía la corte?
Rosario: Era estricto en lo moral.
Alberto: ¡Un hipócrita!. Con su aire moralista trataba de cuidar su imagen, pero no era un secreto para nadie que tenía mujeres.
Rosario: Eso decían sus enemigos.
Alberto: ¡No lo defiendas!. ¿Sigues enamorada de él? “Un amor santo”. ¿Qué tan santo?
Rosario:
 ¡Alberto!
Alberto: Fuera de las recepciones oficiales ¿dónde se veían?. ¿Me engañabas con él?. ¿Te llevó a la cama?. Prefiero saberlo. ¡Lo peor es la duda!
Rosario: ¿Por qué me ofendes? ¿Qué te he hecho?
Alberto: Casi nada. ¡Te portas como si tuvieras un amante durante estos ocho meses y preguntas “qué te he hecho”! (Tratando de dominar su enojo). Rosario, puedo soportar la verdad, así es que ¡respóndeme!
Rosario: ¿A qué?
Alberto: A las preguntas que te hago. (Como si de pronto descubriera la verdad) Ya veo: te repugna mentir, por eso las evasivas. (Espera un momento) ¡Habla! ¿Es eso?
Rosario: (Al borde del llanto) No voy a responder a tus preguntas.
Alberto: ¿Por qué no puedes mentir! Ni puedes decir la verdad! (A medida que habla se va alterando más y más). En el peor momento, cuando el país estaba a punto de irse al diablo, mi esposa vivía pendiente de su “hombre magnífico”. Cuando pesaba sobre mis hombros la responsabilidad de detener o de impulsar una guerra civil ¡causada precisamente por el amante de mi mujer! (Furioso, tomándola por los hombros la sacude) ¡Si no puedes negarlo es que fuiste su querida! (Ella lo mira, incrédula, sin reaccionar) ¿Así es que eso es lo que eres, una vulgar mujerzuela... ¡ (Al decirlo, le da un golpea de mano en la mejilla) Una ramera.


Simultáneamente, se escucha, desde la calle, una pelea de una pareja: de un hombre del pueblo, borracho que le pega a su mujer. Alberto se queda quieto escuchando las voces, que crean un anticlímax.

Voz de la Mujer: (Chillona) ¡No me peguís... suéltame! ¡Me vay a matar!
Voz del Hombre: ¡Por puta te pegué! ¡Por puta!...

Al coincidir los insultos, Alberto queda anonadado. Rosario, permanece inmóvil, la mano sobre la mejilla golpeada. Hay barullo en la calle, gritos, coches, de pronto queda todo en silencio. Alberto que se ha quedado rígido, se deja caer en un sillón y hunde el rostro entre sus manos.

Rosario: (Luego de un silencio, murmura) No sé cómo llegamos a esto.
Alberto: Ándate. Déjame en paz.
Rosario: Alberto, yo . . .
Alberto: No quiero oír más. Vete.
Rosario: ¿De esta casa?
Alberto: Como quieras.
Rosario: sale y en el espacio con luz al salir se encuentra con Felipe. Se detiene al verlo, al borde del llanto. Él la abraza con ternura, ella no reprime sus lágrimas.
Felipe: ¿Qué te hjzo? Siempre ofende a las personas que más quiere. No le hagas juicio. (La besa en la frente) Hazme un favor: ve a la sala y toca mi sonata como lo hacías por la mañana. ¿Lo harás?
Rosario: No sé, Felipe (Sale de escena)

Alberto no ha visto ni escuchado. Alza la vista al entrar Felipe al salón, y se queda un instante mirándolo, sin poder creer que su hijo está frente a él. Se levanta y reacciona:

Alberto: Tú. ¡Lo que me faltaba para completar esta jornada! ¿Desde cuando estás en Santiago? ¿Por qué no habías venido a casa?... ¿Es el regreso del hijo pródigo? (Felipe sonríe, sin responder) ¿Debo pedir que sacrifiquen un cordero? Bueno, di algo. No me dejes a mí todo el peso del discurso.
Felipe: (Siguiendo un juego habitual que tienen ambos) No había venido porque...
Alberto: (Animoso entra en el juego)... te eché de la casa, porque...
Felipe: ... abandoné mis estudios de Leyes, porque...
Alberto: (Corta el juego) Y desapareciste!
Felipe: Pero estoy de vuelta.
Alberto: Y tu padre es el último en saberlo.
Felipe: Papá, deja de estar ofendido. Vine en la mejor disposición y con toda humildad. Quiero darte un abrazo.
Alberto: Entonces ¿no tengo razones para estar ofendido?
Felipe: Ninguna.
Alberto: ¿Es cierto eso? (Felipe asiente. Se abrazan, emocionados ambos. Se miran en silencio, luego Alberto va hacia la licorera a servir unas copas) Entonces puedo conluir que has recapacitado y que retomarás tus estudios, algo que puedo arreglar de inmediato (Felipe calla, por no decepcionarlo) Has comprendido que ser pianista no lleva a ninguna parte. Que si no destacas como “el mejor”, toda la técnica aprendida sólo te servirá para tocar el piano en unaa confitería de señoras, io en un bar de mala muerte.
Felipe: (Sonríe) Pintas un cuadro patético.
Alberto: ¿Exagero?
Felipe: ¿Nunca has pensado que la música, que una carrera artística puede ser más apasionante que la de un abogado?
Alberto: Hijo, sé apreciar el arte. Pero (Alegre) ¡Qué esperamos para celebrar este acontecimiento! Vuelves a casa y a la Universidad ¡por ti! (Alza su copa y bebe)
Felipe:
 (Recibiendo con timidez la copa que él le tiende) Siento decepcionarte, papá. No deseo estudiar leyes.
Alberto:  ¿Qué tienes contra esa carrera?
Felipe: No es lo mío. Y no sé si podría llegar a ser el mejor, como dices. Porque ti, sí, llegaste a serlo ¿verdad?
Alberto:  Eso dicen.

Un silencio.

Felipe: Papá, me gustaría saber qué significó para ti esta guerra civil. Y el triunfo, por supuesto.
Alberto:  (Lo mira con extrañeza) ¿Cómo es eso de “qué significó”?
Felipe: Fuera de cambiar un regimen presidencial por uno parlamentario, quiero decir. ¿Hay algo más?
Alberto: Lo dices en un tono muy despectivo...
Felipe: La pregunta sería, si puedes justificar una guerra tan sangrienta, las represiones, lo que pasó en Lo Cañas, por ejemplo.
Alberto: ¡Cuidado! Lo Cañas no se menciona en esta casa. (Pausa) De acuerdo: fue un crimen imperdonable. Ocurrió poco antes de la última batalla. Al enterarse de la injustia masacre del gobierno, muchos oficiales Balmacedistas se pasaron con sus regimientos a nuestras líneas. (Sombrío) Felipe, no te imaginas la conmoción que aquello causó en las familias afectadas. La nuestra, entre ellas. Estabas lejos, por suerte. (Repite dolido) No sabes lo que fue eso . .
Felipe: Sé lo que fue, papá.
Alberto: ¿Qué sabes?
Felipe: Que la guerra puede convertir a seres pacíficos ¡en monstruos!
Alberto:  Me alivió el saber que estabas en Francia.
Felipe: No estaba en Francia, papá.
Alberto: (Con temor) ¿Dónde estabas?
Felipe: Muy cerca.
Alberto: ¿Cerca de qué?
Felipe: De Lo Cañas. (Murmura, con reticencia) Estaba allí.
Alberto: se queda un instante inmóvil, impactado.
Alberto: ¡Estabas en Lo Cañas y lograste escapar con vida! Dios mío...
Felipe: No sufras por mí. No fui comn los conspiradores, tampoco con la tropa.
Alberto: ¡Basta de enigmas! ¿Cómo es que estuviste ahí? ¿con quiénes?
Felipe: ¿Qué importa cómo y con quién? Lo Cañas . . . de algún modo lo viví. Me dio la medida de las cosas. El valor de la existencia. Dela vida y de la muerte. (Pausa) Sobre todo ¡del amor! De nuestra capacidad de dar y recibir afecto. (Lo mira serio) Y aquí estoy, con muchos deseos de acercarme a ti.
Alberto: Aguarda;: los milicianos buscándote, ¿tienen que ver con Lo Cañas?
Felipe:  (Molesto) ¡No lo sé, papá! No sé quiénes me buscan y por que razón. Tú sabrás mejor que yo cuál es la autoridad que decide en este país quiem puede vivir y quiénes no.
Alberto: (Conteniendo su molestia) ¿Te vio alguien entrar aquí?
Felipe: Es posible. P después, cuando crucé as la casa de enfrente para tranquilizar a unas mujeres, a pedido de Corina.
Alberto: (Ahora sin reprimir su rabia) ¡Otra vez esa maldita casa de enfrente! No salgas a la calle, Felipe.- El orden está alterado. Pero piensa, por favor ¿qué razón hay para que te anden buscando?
Felipe: Estoy en tierra de nadie. Quizá sea peligroso estar en tierra de nadie. ¿O no? (Le sonríe, tranquilo) No debes preocuparte por mí. Estoy bien, lo mejor que se puede estar. De veras. Creo que morí con mis primos allá en Lo Cañas, ¡y he vuelto a nacer!” (Pausa) He decidido seguir la carrera más difícil, y la más atractiva. Una que nunca nos enseñan. La de... ”aprender a vivir”.
Alberto:  (Con sorna) Aprender a vivir. ¡Casi nada! Cuando lo consigas ¡avísame!
Felipe: Eso es lo malo.
Alberto: ¿Qué?
Felipe: Nadie lo toma en serio O no lo creen posible.
Alberto: ¿Tú sí?
Felipe: Hay espíritus superiores que nos dejan su ejemplo. Nos marcan un camino. Seríamos muy pobres si no tuviéramos a quién admirar.
Alberto: Y tú ¿a quién admiras, hijo? Porque te han visto en malas juntas, con esos jóvenes que salen a quemar tranvías y a gritar estúpidas consignas: los seguidores de Francisco Bilbao, Sociedad de la Igualdad, socialismo utópico, etc... ¡No me vas a decir que admiras a ese par de lunáticos, Bilbao y Santiago Arcos!
Felipe: Ese lunático de Bilbao, papá, se atrevió a defender la igualdad, a pedir justicia en la tierra y no sólo en el cielo. Quemaron sus escritos, le hicieron un juicio y lo expulsaron del país. Mandaron la tropa contra los que fueron a saludarlo a los Tribunales, y el eminente doctor Barros, por hacerle una seña amistosa, le quitaron su cátedra. Y a ese otro lunático de Santiago Arcos, lo encarcelaron por declarar que Chile no podía progresar mientras las nueva décimas parte de la su población vivieran sumidas en la miseria, y sólo una décima parte viviera en la opulencia.(Pausa. Alberto lo escucha con evidente impaciencia) Dime ¿quiénes son los que tiemblan y dictan medidas represivas cuando alguien defiende a los desposeídos? ¿Quiénes encarcelan y expulsan del país a los que hablan de justicia y de igualdad?
Alberto: ¡Ya veo que en Francia no perdiste el tiempo! Esas son ideas añejas de los comuneros, o comunistas, como los llamen. ¡Hace cincuenta años que fracasaron. (Pausa) Deja as obra piadosas a los curas, hijo, y esas utopías a los “cabezas-calientes” que promueven las huelgas.
Felipe: No son utopías, papá. O tal vez yo sea uno de los ilusos. No me creo gran cosa pero he descubierto que el hombre siempre tiene la maravillosa posibilidad de ser mejor! De hacer que las cosas cambien, de mejorar esta “civilización” en la que nos tocó nacer.
Alberto: (Con recelo) Si lo que quiere decir es que estás de parte de los agitadores, entonces seguramente te avergüenzas de tu padre.
Felipe: ¡Eso no! Puede que de mí me avergüence. Das la pelea por lo que tú crees justo. Yo nunca luché por nada.
Alberto: Has logrado confundirme. ¿Qué es lo que esperas de tu padre, Felipe?
Felipe: Quiero sentirme orgulloso de ti.
Alberto: Ah. Y, ¿qué se supone que debo hacer?
Felipe: Quizá pudieras explicarme... (Vacila y calla)
Alberto: ¿Qué?
Felipe: Me gustaría entender el por qué de tu lucha. Cuáles son tus esperanzas. Para poder mirarte con ojos limpios. Y aprender a quererte, no sólo porque eres mi padre.
Alberto:  (Luego de un silencio) ¿Estás enjuiciándome?
Felipe: ¡No!
Alberto: ¡Para qué diablos te voy a explicar nada si de antemano sé que nos vamos a estar de acuerdo!
Felipe: Al menos, trata de hacerlo...

Sube el barullo de la calle que se ha mantenido en sordina a ratos: están atacando la casa de enfrente. Felipe va al balcón.

Alberto: ¡No te entrometas, Felipe! Hay miliciano, ellos pondrán orden. (Lo toma de un brazo para que se retire del balcón) Luego bajaremos. Antes tengo que decirte algo.  (Mirándolo, tono persuasivo) Felipe, digan lo que digan esos agitadores –y sé muy bien de los que estoy hablando--, nuestras salitreras funcionan como es debido. Hay un pago justo para los obreros, se han creado líneas de ferrocarril con el dinero que entra por impuestos de salida, y además ¡queda muchísima ganancia para el país! No es por milagro que hay alumbrado, pavimento en las calles, transportes modernos. Hay personas detrás de esos milagros, profesionales, como debiste serlo tú. Los que hemos alcanzado cierta posición social, tenemos una enorme responsabilidad, Felipe. No niego que hay pobreza, injusticias. Pero en la medida en que sepamos administrar nuestras riquezas, en la medida en que los ingresos aumenten, se crearán nuevas empresas para generar trabajo y terminar con la cesantía, se pagarán mejores salarios y se crearán escuelas para los hijos de esos obreros. Y de ese modo acabaremos con la miseria y la ignorancia. (Paternal, satisfecho con su discurso) pero ¡no lo haremos de un día paraotro>! ¿Es que no puedes esperar, hijo?
Felipe: Papá ¡has repetido punto por punto el programa del presidente Balmaceda!
Alberto: (Con no disimulada rabia) No viene al caso hablar de ese hombre.  Sube nuevamente el ruido del ataque la casa de enfrente, se oyen golpes y voces.
Felipe: Oye ¿no deberíamos ir en ayuda de esas dos mujeres?
Alberto: (Enervándose) Lo haremos, Felipe, lo haremos. Pero ¿es que no vamos a concluir esta conversación? Felipe, no sé si estás conciente del privilegio que es pertenecer a una de las familias que forjaron esta sociedad. Una sociedad en la que respeto por las tradiciones, por la moral, el honor y la decencia.
Felipe: (Tratando de no ofenderlo, con voz suave) Abre los ojos, papá. Vivimos en una sociedad injusta, en la que los derechos de los hombres son atropellados, la dignidad ofendida. (Ante la mirada sorprendida de Alberto) Me refiero a la gente humilde.
Alberto: ¡Hablas como los cabeza caliente! Sé que la guerra provocó divisiones hasta en el seno de las familias, pero no voy a permitir que esos... lobos con piel de cordero ¡vuelvan a mi hijo contra mí!
Felipe: ¿No puedo referirme a los humildes sin que ofendas?. No tienes que sentirte culpable por ellos.
Alberto: ¡Menos mal!, porque se diría que hoy todas las culpas han caído sobre mi cabeza! El disparo de esta mañana desató una avalancha de... de culpas y de dudas.
Felipe: ¿De qué me estás hablando, papá?
Alberto: De mi jornada de hoy. (Pausa, respira hondo) Despierto, y todo me parece normal. La vida sigue su curso. Pienso en el nombramiento que me ha ofrecido la Junta de Gobierno. De pronto, ese disparo. Un suicidio. Se filtra en mi conciencia un absurdo sentimiento de culpa. Por la tarde, en el Club, escuchando a don Ramón, me parece ver en él algo como mi propia imagen deformada, esa imagen de hombre público imbuido de sus poderes, y ciego ante tantas cosas. Luego un colega muy respetable, me acusa así, sin ambages ¡de haber desatado la violencia en un país de gente violenta! (Pausa) Reflexiono. Acepto que la vida no se detiene porque estamos abocados a ganar una guerra. A escalar posiciones. Reconozco que muchas veces sólo vemos lo que queremos ver. Por la noche, función de gala, la ópera del día 19. Todo ese boato, esa falsedad, me asquea. Me avisan que nos milicianos buscan a mi hijo. ¡Eso me trastorna!. Es... el temor de ser herido en lo que amas. Esa recurrente sensación (Vacila) esa recurrente sensación de vulnerabilidad. Me siento impotente ante esa situación. Luego ¡echo de casa a mi mujer a quien amo y admiro!... Y ¡te presentas tú!. Entiendo lo mucho que significas para mí...
(Calla). En el silencio se oye de pronto la sonata que toca Rosario. (Alberto va hacia un extremo para mejor escuchar el piano. Su voz se suaviza, cuando continúa con su monólogo)
Alberto:
 Te presentas tú. Entonces, ese hijo, al que le abro los brazos como al hijo pródigo, me dice que estoy equivocado, que he estado ciego, que tengo que volver a empezar. Que debo . . .¡aprender a vivir! Mis empeños, mi larga lucha, mis logros ¡no valen un carajo! La jornada de hoy, en suma, te brinda una magnífica síntesis de mi existencia ¡un perfecto, un rotundo fracaso!.
Ha cesado el piano.
Felipe: (Profundamente conmovido) ¡Te quiero, papá! Ahora la acción se precipita. Un súbito clamor de la calle hace salir rápidamente a Felipe, pero la entrada de Corina y Rosa al salón distrae a Alberto que no nota la salida de Felipe.
Corina: ¡Venga, don Alberto! Quizá a usted lo respeten: ¡están saqueando la casa de enfrente! Hay que ayudar a esas mujeres . . .
Rosa: ¡Hombre armados, don Alberto! (Salen ambas)
Alberto: ¡Caramba! ¿Es que no uno tener una conversación con su hijo sin que lo interrumpan a cada instante?

Se escucha afuera un disparo, tan nítidamente como el que se escuchó al inicio de la obra. Luego un grito:

Voz de Mujer:  ¡¡¡Asesinos!!!
Alberto: ¿Qué pasa? ¡Mi revólver! (Sale de prisa, simultáneamente entra Rosario)
Rosario:
 (Alarmada) ¿Dónde está Felipe? Vuelve a entrar Corina.
Corina: Misia Rosario... (No puede continuar, estalla en llanto)
Rosario: ¿Qué pasa, Corina? ¡Habla!
Corina: Está como muerto, en el umbral de el asa... (Cae de rodilla y se santigua)
Alberto:
  (Huye entra con su revolver, voy insegura)... ¿Quién, Corina?
Corina: Lo hirieron en la frente... al niño Felipe. (Se cubre el rostro, afligida)
Alberto: (Violento, la sacude tomándola por los hombros) ¿Qué estás diciendo? Quién lo hirió en la frente? ¡Habla de una vez!
Corina: (Balbucea) Dios lo perdone, no fue de intención, una bala perdida en la pelea que tienen, una bala perdida, misia Rosario, mató a mi niño Felipe. . .
Rosario: ¿Amanda... ?
Corina: Está con él.
Alberto:  ¡¡No es verdad! ¡Mientes, Corina... ! (Corvina empieza a rezar a media voz, Alberto desesperado, le grita<) ¡Cállate! Cállate, mujer. . . (De pronto cambia, se deprime, deja caer sus brazos, su imagen es la de la desolación., Deja caer el revolver al sulo y exclama) ¡Ese tiro lo disparé yo! ¡Yo disparé esa bala!</p />).

Se congela la acción

Oscuro
Se escucha la melodía del organillero y sube lentamente la luz en la calle.


Epílogo

Luz matinal. Un reloj da nueve campanadas.

Además del organillero que se detiene en sector calle, hay un mendigo que pide limosna a los que empiezan a entrar al sector para la ceremonia fúnebre,

El velorio de Felipe.

Felipe: está ahora en escena, en los primeros peldaños de una escalera, algo más alto que el resto de los actores, enteramente vestido de blanco. y la luz lo hace ver resplandeciente; está, simbólicamente en el ataúd.

Llegan desde la calle, Rosario, Amanda, seguida de Corina y Rosa, las cuatro “tapadas” con mantos negros de distinto material, que dejan sólo el rostro al descubierto, para dar un ambiente dramático. Tras ellas entra Alberto, enlutado. Pueden traer ofrendas, flores, cirios. Miran a Felipe, como si lo vieran en su ataúd

La actitud de Felipe es normal, casi alegre, los mira con inmensa ternura. Cuando Felipe habla, el resto de los personajes permanecen absolutamente inmóviles, como si salieran de la realidad y en ningún caso escuchan lo que él les dice.

Así el Epílogo se va desarrollando en dos planos, entre lo real y lo irreal.

Felipe: (A Alberto que se ha acercado y permanece cabeza baja a sus pies) Te estaba diciendo, papá, ¡que te quiero! (Lo mira un momento) Se han abierto tus ojos y estás triste .. .Pero, piensa ¡cuántas razones hay a cada instante para estar de duelo! Si pudieras oírme, te diría que morir no es nada comparado con lo que nos cuesta vivir! (Baja la voz, como para sí) El mundo parece precipitarse de desastre en desastre ¿Por que los hombres se han olvidado de la justicia y los grandes valores? Tendrás que responder tú solo a esas interrogantes, papá. (Alberto se retira algo) Adiós, papá.

(Corina se arrodilla a los pies de Felipe y se santigua)

Corina: ¡Mi niño! ¡Y ha de estar con los ángeles del Paraíso!Se acerca Rosa y deja un ramito de flores a sus piés y se arrodilla un momento junto a Corina., santiguándose.
Felipe: Mama Corina ¡quién iba a penar que con la sábana que bordó la Niña Rosa, la misma con que me tendías el lecho por la mañana, me amortajarías por la noche!

Corina y Rosa se retiran y se acerca Amanda con una rosa amarilla que deja junto al ramo de la Niña Rosa y se queda mirando a Felipe, quieta.

Felipe: Amanda, mi amor...¡hasta siempre! Será dulce sobrevivir en tu recuerdo.

Amanda deja el lugar a Rosario.

Rosario: ¡Hasta pronto, Felipe! (Pone entre las manos de Felipe una rosa encarnada)
Felipe:
 Rosario, madre sin hijos, pero ¡tan madre! Sigue dando a luz a los sueños, al amor, a la cordura . . .¡a todo lo que hay de huérfano en este mundo!


Rosario permanece de pié junto a Felipe. el resto donde estaban, inmóviles

Felipe baja del peldaño y va retrocediendo poco a poco mientras les habla a todos, hasta salir del haz de luz, dejando en el lugar donde estaba la rosa encarnada.

Felipe: No olviden este día que empezó con un disparo de alguien que quiso ganar la dignidad para siempre, y terminó con otro ¡que me envió a las estrellas! (Pausa) Reciban las buenas noches cuando una mariposilla nocturna les roce la mejilla como si los besara. Entonces, salúdenme: “Hola Felipe . . . (Alza su mano en señal de despedida mientras al retroceder sale del haz de luz)


La luz baja hasta el oscuro mientras ataca la sonata de Felipe

 Fin de la obra


Primera parte | Versión de impresión

 

 


Desarrollado por Sisib, Universidad de Chile, 2006