Dramaturgo / Isidora Aguirre  

 

 


Diálogos de fin de siglo

de Isidora Aguirre

Primera parte

Pasacalle


 

Oscuro .
Se escucha, nítido, un disparo. Un reloj da nueve campanadas.

Luz Matinal
Se escucha el rodar de un carruaje tirado por caballos.

Voces confusas.

Corina, antigua sirvienta de casa de Alberto y Rosario, sale de la casa, viene “tapada”, es decir con un manto negro, que dejaba sólo el rostro descubierto, como se usaba en esa época. A su encuentro viene Rosa, la niña bordadora de casa de Alberto.

Rosa: ¡Doña Corina!
Corina: ¿Qué pasa, niña Rosa?
Rosa: ¡Se suicidó el Presidente Balmaceda!  ¿Qué dijo?
Rosa: Lo andan gritando en la calle Huérfanos. Se disparó un tiro ¡y está muerto!
Corina: (Cae de rodillas, se santigua) ¡Dios se apiade de su alma!
Rosa: Oiga ¿será grave? (Se santigua) Señora Corina ¿irá a seguir la guerra?
Corina:  La guerra terminó el mes pasado.
Rosa: ¿Cuándo saquearon las casas?. Salía del templo con una monjita y vi como lanzaron los muebles por la ventana. ¡Hasta un piano vino a hacerse añicos en la vereda! (Corina se incorpora) Y la celebración de las Fiestas Patrias ¿irá a saguir?. ¿Irá a haber fondas esta noche?
Corina:  ¡Borrachos, es lo que hay!. Más ahora que pusieron barriles de vino en las calles

(Corina se queda mirando fijo ante ella.)

Rosa: Le traje las sábanas, señora Corina. Mire qué lindo me quedó el bordado. (Le ensañe la sábana con el bordado que trae un canasto). Misia Rosario quiere que hoy siga con los monogramas en las camisas del patrón don Alberto. ¿Qué mira tanto?    
Corina:  La casa de enfrente. Están cargando un carruaje. Capaz que hayan recibido amenaza de saqueo.
Rosa: Pregúnteselo a la Edelmira que trabaja ahí con su mamá!
Corina: Don Alberto no se saluda con la familia de enfrente. Ya niña Rosa, entremos que se hace tarde.
Rosa: ¿No iba saliendo a misa, doña Corina?
Corina: (Disimula su nerviosismo por lo del suicidio) A misa voy los Domingos.
(Quitándose el mano de la cabeza se devuelve hacia la casa, por donde entró.)
Rosa: En el convento hay misa todos los días. Me tienen aburrida las monja çs con tanto rezo, también ue no me permiten salir a ni una parte... Eso es lo malo de ser huérfana, a una no la manda el padre, pero la mandan laas monjas que son tan incomprensivas...
Corina: (Saliendo ambas como si entraran a la casa) ¡No le para la lengua a usted!

Breve apagón para pasar al cuadro primero.

Cuadro 1


 Luz sobre la buhardilla, cuarto de Corina, de la casa de Alberto . Echado en un rincón, envuelto en una capa sucia, descansa Felipe, el joven hijo de Alberto. Al entrar Corina, pregunta, sin volverse.

Felipe: ¿Eres tú, mama Corina?
Corina: Soy yo, niño Felipe. (Se acerca al brasero, pone una tetera a herir.)
Felipe: ¿No fuiste a misa?
Corina: (Dramática). ¡Se suicidó el Presidente Balmaceda!. ¿Se disparó un tiro!

Felipe se cubre el rostro como si llorara. Se escuchan voces del exterior del cuarto.

Voz de Hombre: ¿Cómo se atrevió a subir, Teclita?
Voz de Mujer: ¿Por qué No?. Compré zapatos de cabritilla para que me lleve a las fondas a bailar una zamacueca.
Voz de Hombre: El patrón don Alberto anunció salida en el coche, tengo que llevarlo al teatro.
Venga, entre al cuarto por un ratito.

Se oyen risas y cuchicheos.

Corina: ¡Que tengan ánimo para celebrar!. Con tantísima desgraciado que trajo esta guerra. ¡Como nunca tomaron anoche y bailaron anoche en las ramadas!. Se les juntó el jolgorio de las Fiestas Patrias con el de los vencedores. ¡Una guerra entre hermanos, dígame usted! Unos, celebrando el triunfo y otros, escondiéndose. (Lo mira, preocupada) Y usted, niño ¿con qué fin quiere que lo esconda aquí en mi cuarto? Merece enterarse el patrón don Alberto... Él lo hace viajando por Europa. (Pausa. Felipe calla). ¿Por qué no vino antes?. ¿Hace mucho que volvió de allá?. Hable, pues. ¿Qué le pasa?
Felipe: Y ahora no me preguntas “si me comieron la lengua los ratones” (Dramático). Ahí, donde estuve, no había ratones. Lo que había... eran ¡muertos!
Corina: (Alarmada) ¿De qué me está hablando?
Felipe: ¡De “Lo Cañas”!
Corina: ¡Virgen Santa!. ¿Ahí donde mataron a sus primos poco antes que acabara esta guerra? (Felipe asiente en silencio) Entonces usted peleó... ¿De qué lado?... Hable, pues, niño. ¿Peló en la guerra de su papá o en la del Presidente Balmaceda?
Felipe: “La guerra de mi papá o la del Presidente” (Burlón dentro de su drama). ¡Buena eres tú para nombrar las cosas!
Corina: Las nombro según las entiendo. Usted era amigo del hijo del Presidente ¿eso es lo que le preocupa? (Felipe niega). Entonces ¿por qué anda escondido?. No siendo militar no tenía obligación con el gobierno. Tampoco le siguió la idea a su papá.
Felipe: Fue horrible... La masacre de Lo Cañas. ¡Nunca se supo a cuántos mataron!
Corina: Y todos, jóvenes “de apellido”. Por eso metió tanta bulla esa matanza. Cuando muere el pobre, no pasa ná.
Felipe: Supe lo de tu hijo, mama Corina. ¿Cómo quedó?
Corina:  No me gusta hablar de eso.
Felipe: (Con una caricia) Háblame.
Corina:  Los de la policía del gobierno entraban a las casas en busca de los patrones huidos y al no hallarlos, se desquitaban con los sirvientes. Mi hijo mejoró de los golpes, pero quedó enojado con la vida. (Pausa) y no me siga esquivando la conversa, niño. ¿Cómo se fue a meter en esta guerra?
Felipe: Algunos hijos de los Congresistas –los que se alzaron-, se reunieron en el fundo Lo Cañas para conspirar. Querían volar un puente sobre el río Maipo, para cortarle el paso a las tropas de gobierno.
Corina: Y usted ¿qué tenía que ver?
Felipe: Mis primos querían que fuera con ellos a Lo Cañas.
Corina: ¡Ahora sí!
Felipe: Gritaban que la Ley, que la Constitución, que al recibirse de abogados juraron defenderla aunque la vida fuera el precio... ¡Como si no hubiera mejores causas que defender, que una Constitución! Parecían locos, mama.
Corina:  Y ¿qué más, niño? ¿Qué pasó?
Felipe: Como no quise ir con ellos, temiendo que los fuera a delatar, empezaron a burlarse, a fingir que los de la conspiración era sólo para ponerme a prueba, para saber si tenía cojones.
Corina: ¡Benaiga... !
Felipe: Me llamaron mariquita, porque tocaba el piano como las mujeres. Y traidor a la patria... porque mientras el país se iba a la mierda con la tiranía de Balmaceda, yo me divertía en las tertulias de su hijo Pedro, tomando y recitando versos con el poeta Rubén Darío.
Corina:  ¡Jesús!. ¿Y cómo es que fue a dar Lo Cañas, entonces?
Felipe: (Hablando con dificultad). El General Barbosa tuvo noticias de la conspiración y ordenó ir por ellos y fusilarlos a todos. Partí en un coche para dar aviso, pero me alcanzó la tropa... Le rogué al capitán que me permitiera parlamentar con los muchachos. Se negó. entonces eché a correr hacia donde estaban reunido y un soldado me hirió en la pierna, caí a una zanja. (Dramático, le cuesta seguir) Me dieron por muerto... Y ahí, desde la zanja ¡pude verlo todo, mama Corina! Los muchachos, entre ellos mis primos, se preparaban para dormir, estaban desarmados. La tropa llegó disparando ¡no alcanzaban a levantarse del sulo!. Después los retaron a bayonetazos... No me vas a creer pero ¡parecían disfrutar hundiéndoles los cuchillos! 
 
Corina:  (Tratas de calmarlo con una caricia). A veces el mismo miedo trastorna al cristiano.
Felipe: (Sin oírla) Entraron a las casa del fundo a comer y a tomar, parece que hubo ahí una orgía porque salieron borrachos y se ensañaron con los heridos. Se derramó la parafina de una lámpara y uno de los cuerpos ardió como una antorcha. ¡A la luz de las llamas parecían demonios! (Pausa, algo más calmado prosigue). Sin embargo, cuando marchaban hacia allá, se veían como hombres normales, seres humanos... ¿Cómo pueden convertirse de pronto en monstruos?
Corina: No culpe a los soldados. Para matar los entrenan.
Felipe: (Tocando su ropa sucia) Me doy asco.
Corina:  ¡Quítese la ropa, niño!. A ver si le traigo una palangana para que se lave.


(Felipe se quita la camisa, se la pasa a Corina. Ella se desplaza y luego va hacia la salida. Felipe está demasiado alterado para darse cuenta que ella va a salir de la buhardilla)


Corina:  Una tinaja hace falta para que se dé un buen baño. (Sale del cuarto)

 

Se oyen nuevamente risas y murmullos en el opasillo. Felipe cabeza entre sus manos, parece ausente.

Luego de un instante entra Amanda. Se detiene en el umbral y mira, asombrada a Felipe, que está de espaldas hacia ella. Amanda, la sobrina de Rosario, es una bella joven veinteañera. Felipe, retoma su relato, creyendo que Corina está aún en el cuarto.

Felipe: Pasé veinticuatro hora metido en esa zanja, viendo los cuerpos destrozados... Fue como bajar a los infiernos. Podía distinguir a uno de mis primos, ¡degollado! (Amanda se acerca, sin que él lo nota y se detiene, él piensa que es Corina).
Todavía tengo la muerte pegada al cuerpo ¡no logro sacármela de encima!. ¿Qué voy a hacer, mama Corina? (Amanda, compadecida, lo abraza desde atrás, él al ver sus manos, comprende su error. Se vuelve y la mira, fascinado). ¡Amanda!

Felipe hunde su frente en el regazo de Amanda. Las caricias de ella son maternales, pero Felipe la enlaza por la cintura y poco a poco, acariciándola, la derriba sobre la tarima.

A medida que baja la luz, se oye suave, luego con todo el volumen, la sonata preferida de Felipe. Será como una presencia del pianista al escucharse el tema durante la obra.

Antes del oscuro total, queda insinuado en el abrazo de los jóvenes, el erotismo del acto sexual.

 

Pasacalle

 

Al salir de su casa, Alberto recibe de manos de Corina, el bastón y sus guantes.

Por la calle se acerca a su encuentro, don Ramón. Ambos son políticos, conservadores, de clase acomodada, la aristocracia de fines del siglo 19.

Ramón: ¡Don Alberto!
Alberto: Buenos días, don Ramón.
Ramón: ¿Puedo preguntar donde va?
Alberto: A desayunar al Club.
Ramón: Lo acompaño. ¿Qué le parece la noticia?
Alberto: ¿Qué noticia?
Ramón: ¿Cómo? ¿no se ha enterado? Hoy, a eso de las nueve, se suicidó. En la Legación Argentina, donde estaba asilado.
Alberto: ¡Balmaceda! (Se detiene, visiblemente impactado)
Ramón: Lo halló el embajador, tendido en su lecho, traje negro, todo muy formal, cartas, testamento político. (Viendo la expresión de Alberto) Don Alberto, no por ser usted uno de los líderes de nuestra revolución debe sentirse culpable.
Alberto: (Reacciona con violencia) ¿Culpable de qué?. ¿Del suicidio?
Ramón: Excúseme. Lo vi tan afectado que creí...
Alberto: ¡No debe creer nada!. (Pausa) ¿Por qué hoy, y no el día de su derrota?
Ramón: Ayer se cumplía su mandato. Muy de Balmaceda el terminar así con un “coup de théatre”. Se desplaza, indica hacia el frente) Esto va a provocar disturbios. Mire, en la casa de enfrente, la marca de saqueo...
Alberto: ¿Usted piensa que... ?
Ramón: ¡Estoy seguro!. Hay que impedirlo, don Alberto!. Expropiar bienes, de acuerdo, pero evitemos el vandalismo. Aquello perjudica la imagen de nuestro alzamiento. Usted debería actuar.
Alberto: ¿Yo?. ¿Por qué yo?
Ramón: Sabemos del nombramiento que le ofreció la Junta de Gobierno... (Indica la casa de enfrente). Me agrada esa mansión. Quisiera ofrecérsela a mi prometida la señorita Amanda, el día de la boda. Estaría ella encantada de vivir frente a su tía Rosario a quién tanto quiere, ¡no le parece?. Esto es, si se ha de expropiar.
Alberto: Perdón, creo que no iré a desayunar al Club. Buenos días, don Ramón.

Se retira, molesto, regresando a casa, ante la sorpresa de Ramón.

Oscuro

Se escucha un trozo musical (la Sonata)


Cuadro 2

Luz sobre el sector buhardilla.
Carina ayuda a Felipe a ponerse una camisa limpia.

Felipe: ¿Es Rosario la que toca el piano?
Corina:  Ella, pues.
Felipe: Es mi sonata.
Corina:  ¿Su qué...?
Felipe: La pieza de piano que me gusta toar, mama.
Corina:  (Mientras arregla la tabla para planchar la sábana bordada que le trajo la Niña Rosa). Por qué no le decimos a Misia Rosario que usted está aquí. Ella es la dueña de casa. No es su mamá, pero igual lo quiere, como si lo fuera. Cierto que no está muy amiga con su padre, niño, desde que empezó la guerra, no hacen vida de marido y mujer. (Suspira) Una guerra lo trastorna todo, porque antes lo más bien que se entendían. (Mirando. ve un pañuelo de cuello y lo recoge). ¿No es el pañuelo de la niña Amanda?
Felipe: Estuvo conmigo cuando bajaste. ¿Siempre viene tan temprano?
Corina:  Pero si vive aquí desde que su padre se disgustó con ella. Siempre fue la sobrina preferida de Misia Rosario Pelea grande debe haber sido.
Felipe: (Sin disimular su interés). ¿Sabes por qué fue, mamá?
Corina: Muy sabido fue, niño: por cosas de la pintura. ¡Se le ocurrió sacar retratada una mujer sin ropas!
Felipe: (Sonríe) Todos los pintores lo hace, para aprender.
Corina:  Los pintores hombres, será. Y no una señorita de buena familia. Y mire si será mala de la cabeza: la mujer era ella misma ¡se retrató delante de un espejo!. Y después mandó la pintura a una... (Se lo queda mirando interrogante)... ¿Cómo es que lo llaman?
Felipe: (Sonríe, divertido) Una sala de exposición.
Corina: Eso. Usted se ríe, pero no sabe la escandalera que se armó. Se le espantaron dos pretendientes que tenía. Bueno que ahí entró a tallar don Ramón. De una día para otro le propuso matrimonio.
Felipe: (Alterado) ¿Cómo?. ¿Don Ramón?... Es... es un hombre mayor.
Corina: Viejo no es, y de muchas campanillas. Están por fijar fecha de casamiento.
Felipe: (Luego de un silencio, con enojo). ¿Quién la está obligando a casarse?
Corina:  Ella no es de las que se casan a disgusto. Tiene su carácter... (Le enseña la sábana que planchaba). Mire qué lindao borda la Niña Rosa. Hoy no más me trajo esta sábana y la voy a poner en mi cama para que acueste y descanse. (Al notar lo alterado que está Felipe). ¿Qué tiene ahora?. No se estará acordando de eso que vio...
Felipe: (Niega con la cabeza y suspira) Todo me sale mal. Quisiera bajar a la salita a tocar piano.
Corina: ¡Cómo se le ocurre!
Felipe: Me hace mucha falta el piano. (Mueve sus dedos como ejercitándolos). Y no me digas tú también que el piano es cosa de mujeres.
Corina: No digo ná. Si quiere tocar sin que sepan que está aquí, baje a la nochecita. Todos van a ir al teatro. Ahora trate de dormir.
(le acaricia el rostro, él besa su mano)
Felipe: Gracias, mama Corina. ¡Qué haría el mundo sin ti!

Oscuro. Cesa el piano.

Pasacalle

Luz sobre la fachada de la casa. Hay un balcón insinuado arriba, y un espacio “puerta de calle”. Rosa está en el balcón. Se escucha la pianola de un organillero, el que luego entra en escenas. Ramón se acerca con un ramo de flores, y llama hacia arriba:

Ramón: ¡Niña, Rosa!
Rosa: ¡Mande, don Ramón!
Ramón: Baja un momento.
Rosa: No me permiten salir a la puerta, pero si usted me necesita... (Desaparece y se muestra en la puerta. Repite, coqueta). Mande, don Ramón.
Ramón: ¿Me puedes servir de mensajera?
Rosa: Encantada, don Ramón. ¿Flores para la señorita Amanda?
Ramón: Y una invitación para la ópera, esta noche. (Le entrega flores y tarjeta). (
Amanda se muestra en el balcón.)
Rosa: Mire, don Ramón... (Indica a Amanda)
Ramón: Mademoiselle... ¡Señorita Amanda!. Dichosos los ojos... Tengo un palco en el Municipal para la función de gala: “Il Trovatore” (Amanda, visiblemente molesta, niega con la cabeza). ¡No me diga que no!. Tuve que ir solo al banquete de los oficiales y le aseguro que fue algo digno de verse: las mesas en plena Alameda de las Delicias, banda de música, luz eléctrica...
Amanda: Por favor, discúlpeme usted, don Ramón. Esta noche no podrá ser.
Ramón: Pero es que es una velada oficial y esperaba presentarla como mi prometida. Escuche, no sólo celebramos las fiestas patrias y el triunfo de la revolución, sin la paz y el término de esta odiosa guerra. (Calla, desconcertado, al ver que Amanda se ha retirado)
Rosa: Don Ramón, quería preguntarle... (Se acerca muy coqueta) que al fin, qué fue lo que hubo ¡una revolución o una guerra contra otro país?. (Ramón, halagado por su coquetería, responde, sonriente, retorciéndose el mostacho)
Ramón:  Veo que estás un poco confundida, niña Rosa.

(Ha entrado hace un momento el Organillero, que escucha atento el diálogo.)

Rosa: Es que el cochero dice que fue “civil”, pero la niña de la mano, la Tecla, jura que fue guerra contra los cholos peruanos, allá en el Norte.
Ramón: Esa fue la guerra del Pacífico, muy anterior.
Organillero: ¿Me permite, su merced, mezclarme en esta conversación?. Yo digo que hubo guerra porque el Presidente decretó: ¡Este país es mío, y se hace lo que mando, caramba!”
Ramón: ¡Muy bien, hombre!
Organillero: Espere. Los caballeros congresistas, dijeron también: “Este país es de nosotros y se hace lo que nosotros mandamos, caramba!”. Y en’dei ¡se agarraron!. ¿Y quiénes pagaron los platos rotos?. Nosotros, los humildes. (Muestra su manga vacía). Esta mano me la volaron los Balmacedistas en la batalla de Concón. De herrero que fui, obligado a darle vuelta a manilla. (Indica con un gesto la manilla del organillo). Pero no me veo a morir tampoco. Total, ahora la plata me cae del cielo. (Indica con un gesto el balcón)
Ramón: (Disgustado) Lo que dijiste de los congresistas es un estupidez. Pero eres un inválido de guerra. Y de nuestro bando. (Le da dinero). Toma, para celebrar nuestra victoria. ¿Recibiste ya tu pensión de invalidez?
Organillero: (Humildemente) No he tenido esa suerte, su merced.
Ramón:  Pasa a verme al Club. (El organillero se lleva su única mano a la gorra, cuadrándose. A Rosa). Dile a la señorita Amanda que vendré por ella, por si cambia de opinión.
(Se retira)
Organillero: (A rosa, cuando él ha salido). Estos pijes creen que uno es “caído del catre”. (Saca el brazo que fingía haber perdido, y se despide con una seña de la mano) Adiós,
Rosa: ¡Si será pillo!
Organillero: Algo hay que hacer para que se comida, mi señorita linda. Soy, lo que se dice un “soldado impago” y tengo cinco chiquillos.
Rosa: Entonces, ¿es verdad que peleó?
Organillero: Por el otro lado, el de los Balmacedistas, que perdieron. Mi patrón anda huido y yo, pasando hambre: es como ser inválido, ¿o no?
Rosa: ¿Así que no fueron los peruanos los que perdieron?
Organillero: En esta guerra perdimos los chilenos, mi’ hijita.
Rosa: ¿Y quiénes ganaron, entonces?
Organillero: ¡Las señoriítos “pijes”, pues. Esos ¡cuándo pierden!

Se retira, saludando con su mano que tenía oculta.
Baja la luz en el sector calle, mientras se retira la Niña Rosa, entrando por la puerta.

Cuadro 3

Se ilumina el espacio “salón”. Hay algunos elementos que muestran el lujo de la mansión de Alberto. Algunos muebles, y un caballete que tiene una tela (la que está pintando Amanda)

Rosario, una mujer bella y más joven que Alberto, su marido, lee unas cartas, instalada en un sillón. Entra Amanda, trae caja de pinturas, y la besa.

Amanda: Perdona mi atraso, tía Rosario.
Rosario: Cómo es eso de “tía”...
Amanda: Amiga. (Se prepara para pintar frente al caballete). ¿Te dieron ya la noticia?
Rosario: Sí. Muy triste. ¿Sabes a quién están dirigidas estas cartas? A él, a don José Manuel Balmaceda.
Amanda: ¿Cómo?. ¿Por qué están en tu poder?
Rosario: Yo las escribí. (Ante la mirada de sorpresa de Amanda) No, no me fueron devueltas, no hubo “ruptura”. Sólo que jamás las envié. (Como disculpándose) Una pasión de juventud. El amor, Amanda, ¡buen remedio contra la angustia!
Amanda: ¡Y ahora me hablas de angustia!
Rosario: “Una hora antes del alba cae sobre ti la angustia...” (Pausa) Alguien lo escribió.
Amanda: Pareces tan vital, tan equilibrada.
Rosario: Quizá hay una Rosario de día y una Rosario de noche. (Melancólica) Una hora antes del alba... (Un silencio. La atmósfera cobra un ritmo lento, teñido por la melancolía de Rosario.) Una hora difícil, Amanda. Despiertas y te ves ahí, prisionera de tu cuerpo, del nombre que llevas, de los ritos de cada día. (Pausa). ¿Nunca te cansas de ser quién eres? Suspira). Hoy, al enterarme de su muerte, busqué estas cartas, y me acordé del amor. ¡Bendito sea el amor!”
Amanda: No te sabía tan romántica.
Rosario: Yo no, este siglo. Pero... termina con una guerra bien fea. Me enferma la violencia.
Amanda: (Luego de un silencio). ¿No ha mejorado tu relación con Alberto?

Rosario niega con la cabeza. Luego abre una de las cartas, y sonríe con mucha dulzura.

Amanda: Así, con esa expresión me gustaría retratarte. Léeme esas cartas, Rosario.
Rosario: No son más que locuras de niña enamorada.
Amanda: Justo lo que quisiera oír esta mañana.
Rosario: ¿Por qué, Amanda? ¿Pasó algo “esta mañana”
Amanda: (Sonríe) Pues, sí. Aunque, es algo ilusorio.
Rosario: ¿Ilusorio?. Explícame.
Amanda: Anoche soñé con tu bello hijastro. Un sueño muy real. Y sigo bajo esa impresión.
Rosario: ¿Con Felipe?
Amanda: Un Felipe diferente al que conocía. Siempre me trató como a una hermana.
Rosario: (Con picardía) ¿Y cómo te trató en el sueño?
Amanda: Estaba mal, Rosario. Y yo quería confortarlo. Entonces él se abrazaba de mí. Con... desesperación. (Pausa) No tengo experiencia. Dime ¿puede un hombre fingir amor cuando no hay más que... sexo?
Rosario: (Sonríe, alegre) ¡No me digas, Amanda, que en sueños perdiste tu virginidad!
Amanda: (Con pudor) Creo... creo que sí.
Rosario: Bravo, Amanda. Me parece estupendo. (Cambio, inquisitiva:) Dime, Amanda; ¡cuando estuvieron ustedes dos conmigo en París, hubo algún romance?
Amanda: No. Yo sólo pensaba en mi pintura, los museos, y él nada más en su música. ¿Recuerdas?. Cuando estaba tocando el piano se transformaba. ¡Era algo fantástico!. Qué hermosos tiempos... (Se entristece, se lleva el pañuelo a los ojos)
Rosario: ¿Qué tienes?. Ven aquí.
Amanda: (Va a echarse a sus pies) Es que... ¡no quiero casarme con don Ramón y él insiste en fijar una fecha!. ¡No soporto la sola idea de... (Rosario acaricia su cabello con gesto maternal) Es un precio demasiado alto para una falta leve: “mala fama”. 
 
Rosario: Fue un error mandar ese desnudo a la exposición.
Amanda: No me arrepiento. ¿Por qué los varones pueden asistir al taller de desnudo y las señoritas no? (Secándose las lágrimas, se levanta para seguir pintando.)
Rosario: Las señoritas ganan terreno. Las hermana Mira obtuvieron medallas en el Salón Anual. Y Celia Castro
Amanda: (Cortando)... es más famosa que la Torre Eiffel. ¡Ganó sus medallas en París!. Pero no te engañes, Las esposas y las madres son veneradas dentro del hogar. Cuando triunfan fuera de casa, los caballeros se alarman. Mi padre...
Rosario: Mi hermano vive preocupado de las convenciones sociales. Pero las cosas están cambiando, Amanda. ¿Qué me dices de las maestras, de las escritoras, de las feministas?. Y de la “cirujano” Eloísa Díaz. que recibió su diploma de manos del Presidente, don José Manuel Balmaceda. Al nombrarlo su voz se vuelve dulce y recae en su estado de melancolía. En ese momento se escucha un trozo de la misma sonata que se oyó antes
Amanda: Rosario ¿no es lo que tocabas hoy por la mañana?
Rosario: Sí. La sonata de Felipe, la llamo. El quería mucho a don José Manuel, lo recordaba.
Amanda: (Alarmada) Pero ¿quién la toca ahora?
Rosario: Quizá “el fantasma de Felipe”. (Ríe) No, ha de ser mi profesora de piano. Debió encontrar el álbum abierto en esas página, arriba, en el piano de estudio. Amanda, ¿sabes? Me encantaría verte casada con Felipe. Si te visita en sueño, ha de ser por algo. Los dos son jóvenes, sensibles, artistas. Porque ¿qué tienes tú que ver con ese don Ramón?
Amanda: Mucho, por desgracia. Sus tierras colindan con las nuestras, ambos tenemos rancios apellidos, pero carece de fortuna dicen que está arruinado. Así es que, perdona mi “faux pas”, como lo llamaría él, con el asunto del desnudo.
Rosario: ¿Cómo pudiste aceptar su proposición?
Amanda: No sé... Me sentí acorralada. La pelea con mi padre me dejaba indefensa. Algo así. Pero ya no me importa lo de la mala fama y ¡no me voy a casar con él!
Rosario: Bravo. (Amanda se ha acercado, Rosario, se levanta y la abraza). ¡Excelente noticia!
Amanda: Y ahora, me vas a leer “esas locuras de niña enamorada”.
(Va al caballete)
Rosario: (Vuelve al sillón, y abre una de las cartas, con vos lenta pero firme empieza a leer). “Tengo que decirle que lo amo con palabras que son puro silencio y que, al crecer dentro de tí, me ahogan. Entonces me entrego a peligrosas alucinaciones: lo veo surgir de entre los árboles altos, el sol se filtra por el follaje, iluminando su rostro. Está usted serio, su mirada es profunda y yo estoy conmovida. En estas mis peregrinaciones amorosas, pongo en sus labios palabras ardientes. Me jura usted amor eterno. ¿Soy muy atrevida?. De pronto mi sueño se torna se torna tan real que puedo aspirar la fragancia del aire, el aroma de los peumos, y el cielo me parece doblemente azul ¡porque usted me ama! (Calla y mira a Amanda como disculpándose)
Amanda: ¡No te detengas!. Quiero fijar en la tela esa atmósferas que has creado. Pintar el verde, pintar la luz, tus ojos... el amor! (Pausa). ¿Dónde lo conociste?
Rosario: Un verano en su hacienda donde fui con mi padre. Después en el Congreso. Iba acompañando a mi padre por ver y escuchar a don José Manuel. Era muy apuesto. Todos se emocionaban con la fuerza de su oratoria... Por él empecé a interesarme en política. Pero fue un amor imposible: él ya estaba casado, y yo era una niña inocente, cuyo amor no hubiera tomado en serio. En fin, poco después vino mi noviazgo con Alberto. También me agradaba oír sus discursos en el Congreso.
Amanda: Debió ser un viudo muy atractivo ¿no? (Con dulzura). Y con un hijo adolescente, encantador. Callan y se oye nuevamente un trozo de la sonata en el piano). Y bien sigue leyendo esas cartas, por favor.
Rosario: (Leyendo otra carta) “Dicen que se ha vuelto usted hosco y solitario. Que rehuye los afectos por mejor atender los asuntos del Estado. ¡Cómo pudiera yo hacerle llegar un poco de este amor que a mí me sobra! (Pausa, abre otra carta). Confieso que mi amor por usted es tan puro como el que las religiosas profesan al esposo divino. Y no piense que por ello lo veo como a un ser sobrenatural: ¡amo al hombre magnífico que es usted, don José Manuel!. Y si me atrevo a nombrarlo es porque... (Se interrumpe al escuchar un ruido. Pregunta a Amanda). ¿Oíste? (Llama) ¿Eres tú, Corina? (Al no obtener respuesta, se alza de hombros y retoma la lectura). “Y si me atrevo a nombrarlo es porque estoy decidida a quemar estas cartas.” (A Amanda) Ya ves que no tuve el valor. (Ha entrado Alberto, silenciosamente, y Rosario sólo lo ve al alzar la visa de la carta.
Reacciona, detenida en su gesto, con la carta en la mano. Luego la deja junto a ella.)
Alberto: Tu profesora de piano, no podrá venir, envió un mensaje...
Rosario: ¿No ha venido? (Mira as Amanda) Entonces ¿quién... ?

Confusa por lo de las cartas no termina su frase, y Amanda, pensando que Felipe ha bajado de la buhardilla, deja sus pinceles, y se excusa.

Amanda: Discúlpenme. (Sale)
Alberto: Vine a preguntarte si vienes esta noche a la ópera.
Rosario: Estaba segura que mi profesora...
Alberto: ¿Vienes, Rosario?
Rosario: (Doblemente nerviosa por lo de las cartas y el piano que escuchó) Sí, sí... este, quiero decir, iré si... me siento mejor.
Alberto: ¿Estás enferma?
Rosario: Son estos insomnios. Anoche no logré conciliar el sueño.
Alberto: (Con intención). ¿No duermes bien cuando duermes sola?
Rosario: Tengo jaqueca, perdóname.
(Inicia salida, llevando las cartas)
Alberto: ¿Sufres de jaqueca desde que empezó la guerra civil?. Hace ocho meses que te niegas a tu esposo.
Rosario: De veras, no me he sentido bien, Alberto.
Alberto: Hasta he llegado a pensar que me culpas a mí por el alzamiento. Por si no lo recuerdas, el día 19 de Septiembre hay una función de gala en el Teatro Municipal. ¿Vas a venir?
Rosario: ¿Tengo que mostrarme en el palco, sonriendo, como si estuviéramos en el mejor de los mundos?
Alberto: Ah. Porque no estamos en el mejor de los mundos. (Sirviéndose una copa de licor). La Junta de Gobierno quiere darme un cargo de responsabilidad, y como hombre público debo parecer intachable. Eso incluye la asistencia al palco “con mi esposa”.
Rosario: Bueno. Si es tan importante...
Alberto: ¡No sé qué diablos te pasa!. ¿Quieres guardar luto por el muerto de hoy?
Rosario: Deja los sarcasmos. (Recoge con disimulo un carta que ve en el piso)
Alberto: Y no te preocupes por esas caras. Las leí todas.
Rosario: (Con enojo) ¿Con qué derecho?
Alberto: Con el que asiste como dueño de casa y marido. (Brinda, burlón) Salud por el... “hombre magnífico”. (Bebe) Un “amor santo”. ¿Lo fue, en verdad? (Ella inicia un gesto de protesta). Sí, lo sé. No hay culpa. Casi lo lamento. Una culpa puede perdonarse, en cambio, la perfección... ¡es irritante!
Rosario: ¿Perfección?
Alberto: No te has sentido bien desde que empezamos a atacar a tu querido, “don José Manuel”. (Pausa) ¿Qué tuviste que ver con ese hombre?

Sale, furioso con ella y consigo mismo por la escena. Rosario permanece inmóvil donde estaba mientras baja la luz.

Mientras la luz va subiendo sobre el sector calle, se escucha en solo y coro, cantar:

“Brindo dijo un Josefino
cuando tocan a saqueo.
los de sotana y manteo:
soy ladrón y el más ladino
no hay con qué comparara:
en menos de un cuarto de hora
le desocupo un hogar.”

Pasacalle

Fachada del Club de la Unión, el de la aristocracia santiaguina. Son las 4 de la tarde

Están colocando un lienzo arriba, con una caricatura de la época: “Constitución del 33”Ejecutivo y el Parlamento. La Constitución es una dama ampulosa y bizca, mira a la vez a sus dos galanes, que simbolizan con letreros al Ejecutivo y al Congreso. Entra Corina con la Niña rosa, Corina sigue su camino, Rosa se queda mirando el lienzo con la caricatura. Luego entra don Ramón que va a entrar al Club, se detiene al salirle al Paso la Niña Rosa.

Rosa: ¡Don Ramón!. Acompañé a doña Corina a la Parroquia para verlo a usted aquí: quería avisarle que la señorita Amanda va a ir al teatro, pero con don Alberto y Misia Rosario.
Ramón: Gracias, Niña Rosa. Muy amable de tu parte.

Alza su sombrero para despedirse de ella, lo detiene su frase:

Rosa: Espero, don Ramón. Quisiera hacerle una pregunta, si no fuera molestia...
Ramón: Ante su actitud coqueta, amable) Por supuesto.
Rosa: Dígame... ¿Por qué pintaron bizca a esa señora, mirando a los dos que tiene a un lado y otro?
Ramón:  Cosas de la política, muchachita. (La toma del brazo, galante) Y no es fácil de explicar. La Constitución ¿sabes lo que es? (Ella niega) Nuestra Carta Fundamental, donde están escritas las leyes que nos rigen. Esta fue redactada por dos señores de ideas diferentes. (Ha entrado el organillero. Ramón toma a Rosa por el talle y le habla con voz cálida para conquistarla). Así es que la dicha “señora” ha causado muchos disturbios. Unos piensan al estudiarla que favorece al Presidente (Indica son su bastón) otros al Congreso... Eres muy linda, Niña Rosa, pero me esperan en el Club. (Ve al organillero) Vaya ¡nuestro héroe!. Ahora les hablaré a esos señores ((Indica hacia el Club) sobre tu pensión. (Lo observa con más detención) Espera. ¿No fue la mano derecha la que te volaron los Balmacedistas en Concón?

El organillero se da cuenta que ha cambiado la manga vacía, ahora es la izquierda.

Organillero: ¿La derecha, su merced? No. Parece que fue la izquierda. Bueno, uno se confunde, la derecha, la izquierda... (Muestra la mano izquierda que tenía oculta, alzando ambas mano). La verdad, su merced, es que al estar sin trabajo y a medio vivir... (Ramón, molesto por el engaño entra al Club)... viene a ser la misma. Le sonríe a Rosa)

 

Entra de vuelta Corina y se lleva a Rosa, tomándola de un brazo.
Sale el Organillero.


 

Cuadro 4

Los Salones del Club. Suave música ambiental. Plantas de interior lo tipifican. En una mesa, don Alberto bebe su copa de licor. Entra Ramón, y se queda de pié junto a él.


Alberto: Se va alterado, don Ramón. (Lo invita a sentarse con el gesto)
Ramón: Me hicieron caer otra vez con el cuento del soldado inválido, don Alberto!. ¡Rotos sinvergüenzas! “Voilà ” . Me pasaron por el aro.
Alberto: (Burlón) Y yo que lo hacía instruyendo a la plebe. Lo escuché hablar de la Constitución.
Ramón:  ¡La plebe! ¡Qué les va a enseñar usted! Astutos, sí, pero duros de mollera, supersticiosos... Ahora que Balmaceda se suicidó, harán de él un mártir. Será como una de esas animitas milagrosas con velas y flores a la vera de un camino.
Alberto: (Sonríe, divertido) Cierto es el dicho “no hay muerto malo”.
Alberto: (Calmado, en contraste con la exaltación de Ramón) Si se refiere a sus esfuerzos
por impulsar la industria, un mandatario tiene el deber de marchar con su tiempo. Y no tuvo tampoco todo el mérito, ya que continuó la obra iniciada por quiénes lo precedieron en el cargo.
Ramón: Marchar con su tiempo, sí, pero ¡sin atropellar los intereses de los sectores más importantes de la sociedad! Hablo de la iglesia, el capital británico, y “nuestra” clase, don Alberto. ¡No nos saquemos la suerte entre gitanos!
Alberto: (Burlón) ¿Cómo así?
Ramón: ¡El medio pelaje no tiene capacidad para administrar este país! No me va a negar usted que Balmaceda trató de anularnos con aquella proliferación de empleados públicos, gente mediocre, arribista. Y como si fuera poco, ¡se propuso expropiarle las salitreras a los ingleses!
Alberto: Nunca dijo que lo haría.
Ramón: Lo anunció en sus discursos populacheros, y lo repiten sus partidarios. (Bebe, excitado lo que le ha servido antes Alberto, mientras Alberto lo mira, preocupado y despreciativo, como si vera en su colega congresista algo como su caricatura). ¿Sabe lo que andan diciendo esos pelafustanes?. Que por los pasillos del Congreso corrieron ¡doscientas mil libras esterlina de coimas! (Alberto no reacciona). Bueno ¿qué le parece la calumnia?
Alberto: (Haciendo gala de serenidad) ¿Qué me parece? Una exageración.
Ramón: ¿Cómo...?
Alberto: No llegaron ni a cien mil, don Ramón.
Ramón: ¿Se burla?. ¿O se pasó al bando contrario?
Alberto: Los ingleses nos deben pagar. Cuidamos sus intereses ¿no?
Ramón: ¿No era usted el que decía que estábamos defendiendo “nuestros” intereses, los de esta Nación?. El país se beneficia sobradamente con el impuesto de salida del salitre. Pero Balmaceda con su aire mesiánico, quería jugar al héroe, hablando de expropiar las salitreras.
Alberto: (Siempre con su tono despectivo). No estaba tan loco. ¿Cree que hay suficiente dinero en las arcas fiscales como para echar a andar las salitreras? SXi se las expropiamos a los ingleses ¡las compran enseguida los alemanes!
Ramón: ¿Usted cree?
Alberto: No sólo existen los ingleses y los chilenos, don Ramón. Estos países nuestros son algo como “los campos de batalla” donde las potencias exranjeras se disputan nuestras materias primas.

Se oyen tambores y clarines lejanos.

Ramón: ¿Oyó? La parada militar del día diecinueve. Los enemigos se unen para el desfile patriótico. Hmm. (Mira su reloj de cadena). Vaya, se hace tarde, le prometí al señor Edwards acompañarlo a ver la parada al Parque. Ah, los banqueros. ¡Termina uno convertido en lame culo. (Bajando la voz) Estoy mal, amigo mío. El fundo, ¡hipotecado! Deudas de la hípica, y mi herencia ¡ahogada en papeleos! Y ahora, lo que me faltaba, la Amandita me rehuye. Debí quedarme en París. Este es un país “merdeux”...

(Se levanta, haciendo un saludo de despedida con el gesto. Se escucha afuera:)

La causa de nuestros males
no digan que es Balmaceda
yo que le seguí la pista
digo que son los congresistas
tumba –la-tumba- la,
digo que son los congresistas.

Se oye un tumulto y carreras.
Desde hace un instante ha entrado un hombre mayor, don Vicente.

Alberto: Don Vicente... ¿me acompaña?
Vicente: Gracias. (s
e sienta en su mesa. Hay botellas y copas, se sirven ellos mismos)

(Escuchan en silencio, las voces que continúan afuera. Repiten la copla a favor de Balmaceda.)

Alberto: Las opiniones en la calle están divididas.
Vicente: Luego de una guerra civil es lo normal. Las divisiones y los rencores no se terminan con la guerra.
Alberto: (Llenando la copa de Vicente) Bebamos, entonces, por la paz y por el olvido de estas guerra.
 (Alza su copa)
Vicente: (Brindando) Por la paz. Por el olvido de esta guerra ¡no! Volveríamos a cometer los mismos errores. Es más, ¡ya lo hemos hecho!
Alberto: (Desconcertado) Usted estuvo de parte de...
Vicente: De ninguno de los dos bandos.
Alberto: ¿A qué error se refiere, don Vicente?
Vicente: Esta guerra, provocada por los congresistas conservadores, repite la de los años treinta, cuando el General Prieta derrocó en Lircay un gobierno de un presidente liberal, legalmente establecido, pretextando fallas a la Constitución.
Alberto: Si se refiere al levantamiento de 1830, las circunstancias hoy día son muy diferentes.
Vicente: (Tono irónico, sonríe) ¿Le parece?. Un alzamiento provoca otro. Haga memoria: los liberales vencidos se alzan contra los gobiernos conservadores en los años 37, 51 y 59. Y ahora, en el 91, sesenta años después de Lircay, los conservadores vuelven a derrocar el gobierno de un presidente liberal, legalmente establecido, pretextando faltas a la Constitución. Sólo que ¡con más muertos! Diez mil muertos.
Alberto: (Tono respetuoso, se queja) Si me permite, son Vicente, cuenta usted la historia en forma bastante subjetiva
Vicente: (Sin hacer caso de su observación, continúa) Y fíjese en el detalle: los conservadores del General Prieto establecen, entonces, un gobierno autoritario, presidencial. Pero ahora que ese autoritarismo cayó en manos de presidentes liberales, deciden que es mejor para el país ¡el parlamentarismo!. ¿No le huele esto a una simple pugna de grupos de poder? Disfrazado, por supuesto, de patriotismo y todos lo demás. (Como Alberto calla, desconcertado, le sonríe, paternal). Se ha de estar usted preguntando “qué saben de político estos viejos gagá”... Alberto: (Respetuoso) No faltaba más, don Vicente...
Vicente: Los viejos tenemos más cerca el pasado. Los jóvenes suelen pensar que la historia empieza con ellos.
Alberto: Pero admita usted que los liberales de los años treinta estaban llevando el paíos al caos con sus famosas leyes “progresistas”. Los conservadores de Prieto cumplieron una misión histórica al derrocarlos y establece un gobierno fuerte. No olvide que el inspirador de la actual Constitución fue nada menos que el ilustre estadista ¡don Diego Portales!
Vicente: (Ladino) Asesinado poco después por un motín liberal, coin dos tiros de fusil y ¡treinta y cinco tajos de bayoneta!. ¿Se imagina lo que es lavarle a un hombre, prisionero y engrillado, Treinta y Cinco veces la bayoneta?
Alberto: (Molesto) Perdón ... creo que no viene esto al caso.
Vicente: Preferimos olvidarlo ¿verdad? ¿No se da cuenta que nuestra fama de “moderados”, de ser “los ingleses de Sudamérica” no es más que un mito? Somos gente de extremos, don Alberto. Vea nuestro pueblo, tan pronto sosegado como agresivo. Brindan amistosos, luego sacan el cuchillo. Y ahora, celebrando, la euforia del vino bebido y el vandalismo. Jolgorio y cacería de Balmacedistas ¡zamacueca y saqueo!
Alberto: No sé a qué quiere usted llegar...
Vicente: A que ¡no había que desatar la violencia! (Pausa) Permítame leerle un párrafo de este libro (Saca de su bolsillo un pequeño libro) escrito entre estas dos guerras civiles por don Federico Errázuriz “Chile bajo la constitución del 28”. Lo estaba repasando recién al recordar ciertas similitudes. Ironiza su autor el alzamiento de los conservadores del General Prieto. ¿Puedo? (Indica el libro)
Alberto: Por favor.
Vicente: (Lee) “El ejército de Prieto levantaba el estandarte de la rebelión en nombre de la Constitución, en obsequio de la libertad, en defensa de los derechos de los pueblos... ¡nombres pomposos que traían los soldados en el cañón de sus fusiles, proclamándose protectores de la Constitución, a la que asestaban un golpe mortal! convirtiendo así, la sedición de cuartel ¡en garantía constitucional!”. (Un silencio) ¿Qué me dice?. ¿No es lo que acabamos de vivir, don Alberto?
Alberto: Es un enfoque...
(Vacila)
Vicente: ¡Ese es el error que hemos vuelto a cometer! Jóvenes idealistas que dieron la ida en esta guerra civil, creyendo defender la Constitución, cuando en verdad ¡estaban violando la Constitución! (Alza su copa) Brindemos por “la buena memoria” de los chilenos. Porque no haya olvido. (Pausa) ¿Ofendido?
Alberto: (Disimulando su molestia) En absoluto. Sólo que los enfoques pueden se muy diferentes. La historia jamás se repite. Han variado las circunstancias y... (Desanimado) No vale la pena discutirlo.
Vicente: (Con firmeza) Sí, señor. Vale la pena. (Se levanta) La lucha por el poder puede convertirse en un juego muy peligroso: en esta guerra ¡perdí a mi hijo (Sale)
Alberto: (Para sí) Ese fue un golpe bajo, don Vicente.
 

(Oscuro. Ruido de carruajes)

 Pasacalle

La calle. Rosario acompañada de la Niña Rosa entran como de vuelta a casa.
Se detienen al escuchar las voces de un grupo que recita:

Hoy el almirante Montt
que con la escuadra se alzó
y el General del Canto
que on la tropa luchó
celebran en la Alameda
la derrota de Balmaceda
en Placilla y Concón.
¡Viva la Revolución!
Se alejan las voces en la última línea,
pero sigue un cierto ruido de voces.

Rosa: Cuando saquearon las casas el mes pasado, andaban cantando esos mismos versos, misia Rosario.
Rosario: Le pedí al señor cura que fuera a la casa de enfrente a la nuesra, a hacerle compañía a tu amiga Edelmira y su mamá, ya que las dejaron solas.
Rosa: Bueno estuvo. Pero andan tan alzados los hombres... ¿cuándo un curita va a saber defenderlas!

Rosario:
 Defenderlas ¿de qué?
Rosa: Si los patrones se fueron y se llevaron hasta los muebles, será que están amenazados de saqueo, digo yo. (Indicando) Mire, viene el patrón don Alberto.

Entra Alberto. Se acerca a Rosario, que se disponía a seguir adelante.

Alberto: Espera. Tengo que hablarte.
Rosario: ¿Aquí, en la calle?
Alberto: Eso ayuda a dialogar civilizadamente ¿no crees? Ve a la casa, Niña Rosa. (Rosa se aleja) Te invito a tomar el té en la confitería.
Rosario: No estoy de ánimo para confiterías.
Alberto: Últimamente no estás de ánimo para nada.

(Se acercan las voces del grupo callejero que recita, se quedan quietos escuchando.)

Abajo el ministro Godoy
abajo el Coronel Barbosa
que mandaba la represión.
Hoy en todo Chile se goza
gracias al Almirante Montt
gracias al General del Canto
del respeto a la Constitución.
¡Viva la revolución!

Una voz Lejana: (Grita) Año mil ochocientos noventa y uno ¡se implantó el orden y la justicia ¡Viva n los Congresistas!

(Vuelve el silencio. Alberto nota el nerviosismo de Rosario. La toma del brazo.)

Alberto: Tranquila. Están celebrando. ¿Qué te preocupa?
Rosario: Todo. Las calles dan una terrible sensación de inseguridad.
Alberto: Vamos a casa.

Baja la luz en sector calle, mientras salen ellos.

Cuadro 5

Luz sobre el salón de casa de Alberto y Rosario. Corina y Rosa traen bandejas para servir té y dulces. Rosario entra, seguida de Alberto. Rosario se ve serena. más bien Alberto parece algo nervioso.

Rosario: Querías hablarme. Te escucho. (Corina y Rosa se retiran)
Alberto: Y bien, se trata de aclarar de una vez por todas tu rechazo. Si tiene que ver con la guerra civil, tiene que ver con Balmaceda. Él la provocó con su soberbia. (Pausa Rosario se sirve el té) Si nos alzamos fue él violó la Constitución. Y si nos negamos a votar la Ley de Presupuestos fue para obligarlo a renunciar. Pero él aprobó la ley del año anterior ¡lo que es absolutamente inconstitucional! y tomó el poder en sus manos, clausuró el Congreso... ¡sabiendo que tenía la inmensa mayoría en su contra! Y lo que se difundió en los corrillos, de que nosotros, la oposición, estuvimos boicoteando su gobierno ¡es totalmente falso!

Se detiene para ver el efecto que causan sus palabras, Rosario bebe su té, serena,

Rosario: No estamos en el senado, Alberto. Ante quién tratas de justificar...

Calla, como temiendo lo que iba a decir.

Alberto: (Agresivo) ¿Justificar qué?. ¿El alzamiento?. ¿Los muertos?. Ya entiendo; tu marido no puede tocarte porque tiene sus manos ¡manchadas con sangre!, ¡con sangre inocente!
Rosario: Tú lo dijiste. Yo, no.
Alberto: Estás ahí, como si habláramos del tiempo. ¡Esto es muy serio! ¿No entiendes, acaso, que nuestro pueblo es belicoso. y que ¿quiso ir a la guerra?. ¡Cuántos contingentes de voluntarios no se pusieron en el acto a nuestras órdenes!. Puede que algunos no comprendieran el significado de la revolución, pero confiaban en sus líderes. ¡Y se les pagó bien! En el caso de “bajas” o invalidez, se determinaron pensiones justas.
Rosario: Ya veo.
Alberto: Ves ¿qué?
Rosario: Las viudas de los vencedores se acuestan con una pensión, las otras, las viudas de los vencidos, se aguantan.
Alberto: ¿Qué te dio por defender a las viudas?
Rosario: Las viudas pobres. No van a la guerra, pero pierden a sus maridos y a sus hijos.
Alberto: (Iba a tomar el té, deja la taza, murmurando). Sangre inocente en mis manos...
Rosario: Jamás dije eso.
Alberto: Pero lo piensas. Cuando la epidemia del cólera, llegabas trastornada de esos conventillos. Cambió tu modo de ser porque viste morir a unos cuantos apestados.
Rosario: ¿No tenían derecho a ser atendidos como tú y yo?
Alberto: Escucha... No se puede “parcelar” la realidad. Hay que ver y juzgar las cosas dentro de un contexto. Y de acuerdo a las circunstancias.
Rosario: (Reacciona, con firmeza y luego exaltada). ¿Qué circunstancias, qué contextos? No hablamos el mismo idioma. Para ti los que mueren de peste y de miseria son “unos pobres diablos”, los que mandan a morir en la guerra son “valiente soldados”. El que mata por hambre, es un asesino, un bandido, pero el que mata a las órdenes de un general, aunque sea a su propio hermano, es un héroe. Cambiándole el nombre a las cosas, usando otro lenguaje, lo bueno se convierte en malo, lo malo en bueno. (Una pausa, se calma) Perdona. si hablo así, es porque esoy muy dolida. Esta guerra me parece tan inútil, tan injusta...
Alberto: Como todas las mujeres, hablas con los sentimientos.
(Se toma su té y la mira con aires de superioridad)
Rosario: Claro. Y los hombres hablan y piensan con la mente fría.
Alberto: ¿Y qué pretendes? ¿Qué administremos el país con los sentimientos?
Rosario: ¿Y qué tal si también con los sentimientos? (Un silencio) Porque no digas que no hay sentimientos en los discursos de los brillantes oradores. Sólo que jamás hablan de lo que realmente importa.
Alberto: (Con sorna) Y... ¿qué es lo que “realmente importa”?
Rosario: Las mujeres pobres pierden a sus hijos en una guerra quye no comprenden y de la que no sacan ningún beneficio. ¿Hablan de eso los oradores? ¿Lo menciona la constitución?
Alberto: No confundas las cosas, Rosario. (Irónico) ¡La Constitución prohibiendo la miseria y las guerras!

Rosario:
 Las guerras inútiles.
Alberto: Todas lo son o ninguna.
Rosario: ¡Me refiero a esta guerra civil! Hablas en forma tan impersonal... Yo te hablo de seres humanos que tienen un nombre, quiénes les duele cuando los hieren, a quiénes sus madres lloran cuando los matan. Y tú hablas de cifras, de “contingentes”, de “bajas”... entonces ¡las guerras no parecen peligrosas! (Pausa. Murmura). Me alegro de no haber traído hijos al mundo. ¿Nunca pensaste que el tuyo pudo ser una de esas “bajas”?
Alberto: Felipe estudia música en Francia y le tiene sin cuidado lo que ocurra en su país.
Rosario: ¿Y los otros padres?. A tu hermano le mataron dos muchachos en Lo Cañas.
Alberto: (Reacciona) ¡Pedí que no se mencionara los de Lo Cañas en esta casa.
Rosario: Te duele. Y a mí. Pero prefieres dejar fuera lo s sentimientos.
Alberto: Calla, mujer. Nadie deja fuera los sentimientos.
Rosario: No sé como crían las madres a sus hijos ¡en cuanto se hacen hombres buscan pretextos para matarse entre ellos!. ¿Por qué razón, dime, por qué razón?
Alberto: Rehuir una guerra es cobardía. Los hombres necesitan poner a prueba su valor. Nuestras Fuerzas Armadas nunca fueron vencidas. Tienen fama de valientes en el mundo entero.
Rosario: (Con ironía) ¿Ah sí?. Y ahora ¿quiénes fueron vencidos?
Alberto: Vaya... no lo había pensado. (Sonríe) Resulta, entonces, que nuestras Fuerzas Armadas sólo han sido vencidas por nuestras propias Fuerzas armadas.
Rosario: Y los saqueos, y los vandalismos ¿también son actos de valentía?
Alberto: Ese es otro asunto. Venganzas por las represiones de Balmaceda y las masacres.
Rosario: El Presidente no tuvo que ver en las masacres.
Alberto: Claro que no. Con su famosa “orden ruego”: ordeno que se castigue, ruego que no me lo vengan a contar.
Rosario: Las represiones y masacres durante la guerra civil no son “otro asunto”, como dices. Fueron provocadas por los que se alzaron contra el gobierno. Y ahora este vandalismo es venganza por las represiones. Es cuento de nunca acabar. Son los riesgo de desatar la violencia.
Alberto: ¿Tratas de defender a Balmaceda?
Rosario: No. Pero me pregunto por qué tenía que acosarlo en esa forma. ¿Qué era lo que corría peligro con su gobierno?. ¿El poder de un Partido, de un círculo social?. ¿Las posesiones de unas cuantas familias? ¿Las salitreras de los ingleses, lo sueldos que pagaba Mister North?
Alberto: (Violento) ¡Que me insulten en mi propia cas es inaudito!
Rosario: Perdona. No pensaba en ti. ¡Es que odio la violencia y la crueldad de los hombres!
Alberto: Cálmate. (Pausa) No estoy defendiendo las guerras.  Pero ¿acaso la soberanía de un país, los llamados ideales libertarios no cuentan? (Indica hacia el fondo del salón, donde estarán los retratos de los antepasados). Nuestros abuelos, nuestros parientes, que cayeron con gloria en las batallas ¿dieron entonces su vida en vano?
Rosario: (Murmura) Habría que preguntárselo a los muertos...
Alberto: (Tirando de un cordón de llamada) ¿Qué dijiste?
Rosario: Nada.

(Entra Corina, respondiendo al llamado.)

Alberto: Corina, avisa al cochero que amos al teatro en el “coupé” (Corina sale) (A Rosario) ¿Al fin, me acompañarás a la ópera? (Ella asiente)

Ha entrado, sin ser visto, Felipe y se queda en un rincón, mientras Alberto sale y Rosario tomando una lámpara va a salir, dejando el salón en penumbra. Se detiene al oír un ruido.

Rosario: ¿Quién está ahí? (Al no obtener respuesta se retira)
Felipe: Yo estoy aquí, querida Rosario... qué alegría volver a verte. (Se acomoda en un rincón, como si el cansancio le diera deseos de dormir). Ella es la cordura, el sentido común. (Murmura para sí, indicando hacia los retratos del fondo) Y tiene razón al decir que “habría que preguntárselo a los muertos” A los muertos gloriosos de la familia...

(Queda oscuro la parte donde se instaló Felipe y junto con un montaje de sonido de clarinadas y voces lejanas, se iluminan los retratos de los parientes muertos al fondo)


 

Interludio

Como si fuera un sueño de Felipe, o simplemente, porque él imagina lo que dirían los muertos, se oye los que dialogan los que se identifican como. Los retratos pueden ser fotografías o simples marcos. El que habla puede ser identificado dando luz sobre ese retrato. Importa que se diferencien los tonos de voz< de cada uno de ellos.


Muerto 1: En verdad las guerras son aberrantes: países hermanos disputándose un trozo de territorio... y cuando terminan ¡sólo hay perdedores!
Muerto 2: Extraño lenguaje. ¿De qué guerra es usted?
Muerto 1: Mil ochocientos treinta y ocho. Contra la confederación Perú Boliviano. Soy su tío, comandante.
Muerto 2: ¡Bravo!. Defendió usted la supremacía de Chile en el Pacífico. Estudié esa guerra en la escuela. Yo soy de la del setenta y nueve: le ganamos a Bolivia toda una provincia, salitreras incluidas.
Muerto 1: ¡Cuántos muertos por arrebatarle territorio y riquezas a un país hermano!
Muerto 2: ¿País hermano?. No me haga reír. Bolivia pretendía apoderarse de nuestras salitreras porque estaban en su territorio.
Muerto 1: Y dejaron a ese país sin salida al mar. He ahí el germen de una futura guerra.
Muerto 2: ¡Que volveremos a ganar!. ¿Viva Chile! (Un silencio) ¿Por qué calla, señor, mi tío?
Muerto 1: Soy un muerto antigua, no me quedan ínfulas patrióticas.
Muerto 2:¿Dónde cayó?
Muerto 1: Yungay.
Muerto 2: Caramba, tío. ¡Una de las gestas más heroicas de este siglo!
Muerto 1: De las más sangrientas. ¡Nunca se vio carnicería igual!
Muerto 2: Alto ahí: ¡no le permite referirse a nuestras glorias patrias en ese tono!
Muerto 1: ¿Glorias patrias?. ¿Ir a matar soldaditos bolivianos, campesinos en uniforme que seguramente añoraban sus campos de maíz?
Muerto 2: ¡Es usted un derrotista y un antipatriota!. No lo seguiré escuchando.

Se ilumina un tercer retrato:

Muerto 3: Es penoso oír a los muertos pelearse como si siguieran con vida.
Muerto 2: ¿Quién habló?. Identifíquese.
Muerto 3: Un muerto sin gloria. Morí en mi lecho. Mis batallas las di en el Club de la Unión.
Muerto 1: Se burla. Y son razón. Antes solía creerme un muerto heroico. Volvía a escalar una y otra vez el cerro Pan de azúcar durante la batalla de Yungay. Allí escuché la arenga de nuestro general: “¡Habéis luchado contra lo inexpugnable y habéis vencido!. ¡América respira, libre del tirano de Bolivia, el General Santa Cruz!. ¡Viva Chile!.

Muerto 2:
 ¡Bravo, tío, bravo!
Muerto 1: Lo escuché tendido en una ladera, muerto entre los muertos. Ascendíamos clavando las bayonetas, y las uñas en tierra para no resbalar por la pendiente. Las descargas de fusilería y los gritos no dejaban oír las voces de mando: “Arriba, valientes, recordad a vuestros héroes ¡matad para sobrevivir!”. Nos acercábamos a la cima, cuando hicieron rodar sobre nuestras cabezas, enormes peñascos. ¡Horrible mortandad!. Pero seguíamos pisando en los charcos de sangre ¡los sesos de los soldados bolivianos, a los que debíamos partirles el cráneo a cultazos para avanzar! Y ahí quedé, tirado, muerto entre los muertos de la colina, oyendo las fanfarrias y los gritos de victoria...
Muerto 2: ¡Qué muerte heroica, tío!
Muerto 1: Muerte de mierda.

(Un silencio. Una clarinada en lontananza.)

Muerto 2: Usted, el señor que murió en su lecho, no se preocupe. A todos nos sobrevienen estas crisis. ¿Ya pasó, tío?
Muerto 1: Sí, estoy mejor, gracias.

(Surge una cuarta voz, el tono muy dramático, no hay cuarto retrato.)

Muerto 4: ¡Mi muerte se llama Pozo Almonte!.
Muerto 2: Vaya ¡uno más! No veo su retrato...
Muerto 3: Pozo Almonte... Las salitreras. Un muerto reciente.
Muerto 4: ¡Mi dolor se llama Pozo Almonte!
Muerto 2: ¿Quién es usted?
Muerto 4: Coronel Robles, defensor del gobierno de Balmaceda. ¡Mio vergüenza se llama Pozo Almonte!
Muerto 3: ¿Un desertor?
Muerto 4: No, señor. Me retiré del campo de batalla para curar mis heridas. El oficial que dejé a cargo se rindió. De pronto, unos vándalos congresistas se abalanzaron sobre mí y me destrozaron a cuchilladas. Testigo fue el oficial herido que aguardaba bajo mi camilla ¡mi sangre cayó sobre él!
Muerto 3: Dios ¡estos miliares!. ¿Por qué ese salvajismo de rematar a los heridos?
Muerto 2: Perdón, señor del Club, se dice “repasar”. Una tradición. Repaso de heridos y prisioneros. Seguramente el coronel Robles había dado antes esa misma orden.
Muerto 4: ¡Calumnias!. !Pero por otra parte ¿quién puede contener a los soldados que generan odio mientras se baten bajo el sol de la pampa, un sol abrasador?. Vi a los obreros del salitres, enganchados como reclutas, la mitad bajo un bando, la mitad por el otros. Les daban algo parecido a un uniforme, un rifle y pocas municiones. Cuando se les terminaban, sacaban sus corvos y se destripaban entre ellos, ¡sin tener motivo alguno para hacerlo! (Un silencio). Los que hacían la guerra desde el Club como dijo el señor, anotaban las bajas y calculaban las pérdidas en libras esterlina.
Muerto 3: Calle, Coronel Robles. Si se refiere a mí, tengo sobre usted una ventaja: ¡no escogí la carrera de las armas!. Le exijo que me presente sus excusas...
Muerto 1: ¡Vaya, vaya! otros que empiezan pelearse como si estuvieran vivos... Toque de clarín para poner orden entre los muertos!

Resuenan los clarines, se apagan los retratos.

Cuadro 6

Entra al salón Amanda con un candelabro, luz cálida sobre ella. Viene vestida de gala, pero descalza. Felipe que ha permanecido en escena se levanta y avanza hacia ella.

Amanda: ¡Felipe!
Felipe: Amanda...
Amanda: Me pareció escuchar voces...
Felipe: (Sonríe, indicando hacia el fondo) Los muertos suelen discutir por las noches...
Amanda: Hablando en serio, Felipe. ¿eras tú el que toaba el piano arriba, hacia el mediodía? (El asiente) ¿Cómo fue que saliste del cuarto de Corina?
Felipe: Te buscaba. Para pedirte perdón.
Amanda: Perdón ¿por qué?
Felipe: ¿Piensas que es mejor olvidarlo?. Siempre fuiste así, compasiva, mi querida amiga. Te diste cuenta de mi angustia. Y yo me porté mal. No sé como pude... (Pausa) ¿No vas a decir nada?
Amanda:  ¿Qué debería decir?
Felipe: No lo sé. Insúltame. (Toma de sus manos el candelabro y lo deja sobre una mesa. Con voz muy cálida. Abrazarte fue como volver a la vida... Fue, sala muerte de encima. Pero, no tenías por qué... (Calla. Besa la palma de su mano que ha tomado entre las suyas. La mira, serio,) ¿Por qué me dejaste abusar de ti, Amanda?

Amanda:
  No le des un nombre tan feo.
Felipe: ¿No te importa que hayas abusado...?
Amanda:  (Cortando) Dije que no lo llames así
Felipe: ¿Cómo debería llamarlo?
Amanda:  (Luego de una pausa, con timidez) Llámalo “amor”...
Felipe: (Vuelve a besar su mano, alegre) ¿De veras no fue por compasión? (Ella niega) Amanda, el mundo está desquiciado, y yo con él. Entonces, el dolor te duele más, la desesperación es más negra. Pero si hay una luz ¡es más clara! (La abraza). Perdón por haberte pedido antes perdón... Estaba ciego al pensar que sentías pena por mí. Respondiste a mi abrazo con mucha pasión.
Amanda:  (Con sencillez) No sabía que te amaba. Eres el primero a quién me entrego. ¿Me crees, verdad?

Felipe:
 Lo que no puedo creer es que merezca tu amor.
Amanda:  Felipe ¿no soy yo la que debe disculparse?
Felipe: ¿Tú?
Amanda: Esta mañana no te rechacé. Ni siquiera fingí recato. Y ahora. soy la primera en decir “te amo”... ¿Por qué?
Felipe: Porque eres mi Julieta que le grita su amor a las estrellas. Y luego se disculpa por su falta de pudor. pero te tengo en mis brazos y nada puede separarnos. ¡Ya no hay Capuletos y Montescu! (Con tristeza). Amanda, había olvidado esta guerra. Y las muertes y las desavenencias. Si te pido que te cases conmigo ¿qué dirá tu padre, qué dirá el mío?. ¡Me preguntarán de qué lado luché! Y...
(Amanda pone sus dedos en los labios de Felipe, él calla)
Amanda:  Shhht. Sube y descansa. Tenemos todo el tiempo del mundo para discutirlo. Adiós.
Felipe: ¿Están ellos por llegar?
Amanda:  No, pero me esperan en el teatro. Regresaré pronto.
Felipe: Dime, entonces, como Julieta: “La despedida es un dolor tan dulce, que estaría diciendo buenas noches hasta despuntar el día”.

Felipe toma el candelabro y la mira, proyectando la luz sobre ella.

Amanda: ¿Y él, qué responde?
Felipe: Que te quiero, Amanda. (Retrocede para salir, y desde el fondo le dice) “Descienda el sueño sobre tus párpados y sobre tu pecho, el reposo... ¡Quién fuera sueño y reposo para descansar tan dulcemente!”
 

Sale Felipe con el candelabro mientras Amanda se retira.
Se escucha in instante el piano: un trozo de “la sonata de Felipe”


 


 


 

                          Fin de la primera parte
 


Segunda parte | Versión de impresión

 

 


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