Dramaturgos / María Verónica Duarte Loveluck  

 

 


Juana de Arco

de María Verónica Duarte Loveluck

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Juicio. Presentación
Ermitaño
Batalla
Juicio. Juramento
Ermitaño
El cordero
Juicio. El árbol de las hadas
La fuente
Neufchâteau
Juicio sobre las voces
De vuelta de neufchateau
Ermitaño
Mujeres de Vaucouleurs
Baudricourt
La partida
Consejeros del Rey
Delfín orando en Loches
Ermitaño
Fiesta en Chinon
Juana es recibida en la corte
A solas con el Delfín
Juana guerrera
Llegada a Orleans
Ermitaño
Campo de batalla, Orleans
Ermitaño
El campo de la muerte
Campo de batalla, Orleans (II)
Grito de guerra de Juana
Las dudas del Delfín
Coronación del Delfín
El sueño de Carlos
Con alencon
El anuncio de la captura
Ermitaño
Captura
Venta a los ingleses
Ermitaño
Visita a Juana
Juicio. Exposición de la causa
Juicio. Preguntas recurrentes
Juicio. Los artículos de la acusación
Juana en la prisión
Abjuración
Juana vuelve a tomar ropa de hombre
La reacción de Cauchon
La hogera
Ermitaño
Versión de impresión

 

 

Juana de Arco
El Misterio de la Luz

 

De Coca Duarte



Personajes:

Ermitaño: ciego, veterano de guerra.
Juana: de Arco.
Padre: de Juana de Arco.
Madre: de Juana de Arco.
Sta. Margarita: virgen y mártir.
Sta. Catalina: virgen y mártir.
Mujer Vieja: mujer de pueblo.
Mujer Adulta: mujer de pueblo.
Mujer Joven: mujer de pueblo.
Baudricourt: comendador de Vaucouleurs.
Alençon: duque y caballero, partidario de Juana.
Carlos: Delfín, heredero del trono de Francia, más tarde Rey.
Tremoille: consejero del Delfín Carlos.
Arzobispo: de Reims, consejero del Delfín Carlos.
Dunois: Bastardo de Orleans, a cargo de la ciudad.
San Miguel: Arcángel.
Agnes Sorel: amante del Delfín Carlos.
Luxemburgo: señor feudal, caballero, partidario de los Borgoñones.
Cauchon: Obispo de Beauvais, partidario de los Borgoñones, Juez.
La Pierre Dominicano, consejero de Juana.
Warwick: Capitán inglés.
Capitán
Soldado
Juana niña
Mensajero
Soldado

 

Santa Juana, Virgen de Francia,
Hija de Dios que luchaste por amor y encargo divino,
Concédeme ojos como los tuyos
Concédeme oídos como los tuyos
Que vean
Que escuchen
Que se abran y sientan
Háblame con tu voz al corazón
Susúrrame al oído tus palabras
Dame fuerza para interpretar los designios
Dame fuerza para seguirlos
Enséñame a decir sí
Enséñame a ser fiel
Enséñame a resistir
Aunque me encierren
Aunque se rían
Aunque me duela
Aunque esté solo
Aunque me quemen


Juicio. Presentación
Cauchon: ¿Cuál es vuestro nombre?
Juana: En mi país me llamaban Juana.
Cauchon: ¿Vuestro lugar de nacimiento?
Juana: Nací en el pueblo de Donremy.
Cauchon: ¿Vuestra edad?
Juana: Diecinueve años.

Ermitaño
Ermitaño: En esos días nos levantábamos con Dios, arábamos con Dios, cenábamos con Dios y dormíamos con Dios. La miseria, el hambre y la guerra bastaban para ponerlo en duda, sin embargo lo reafirmaban. Esperábamos su recompensa, el jardín donde no existieran los látigos de la vida terrenal. Confiábamos con vehemencia en alcanzar la belleza. Ahora los cráneos de una guerra sangrienta están sepultados y carcomidos por la tierra. Ahora las rencillas, la ambición, los adulterios, los asesinatos, todos los hechos de la historia se reducen a cenizas. Las voces que perduran hablan desde el tiempo, habían olvidado el origen de la lucha, sólo luchaban. Morían o sobrevivían, las victorias eran propias o ajenas, los nombres se grababan en las chapas del tiempo o se perdían para siempre en sus recovecos Digamos que el mío se ha perdido, que fui el testigo olvidado y anónimo, que disfruté de la gracia de mi presencia ignorada. Digamos que vi la tierra cuando era un vasto campo vacío. Que evadí con fortuna las flechas que silbaban en mis orejas, que conocí los charcos de barro y de sangre, los campos regados de muertos...
Batalla

Capitán: Toquen la retirada, la batalla está perdida. Toquen la retirada, ya se han perdido demasiadas vidas en este suelo que algún día fue nuestro. Escucho a los míos llorar por sus muertos. Escucho los gritos de victoria de los ingleses. ¿Qué maleficio cayó sobre nuestras cabezas para merecer tantas derrotas? ¿Acaso no merecemos el suelo que nos vio nacer? ¿Qué destino me impulsó a pertenecer a este lado que hoy y poco a poco perece? Estoy aturdido por el entrechocar de las espadas, todos lo estamos. ¿Hay alguien? Todos han huido salvando su propio pellejo. ¿Hay alguien? No es el ruido lo que me aturde, es mi propia sangre que se escapa por entre mis dedos. Estamos luchando por ti, Francia, no lo olvides, no le des la espalda a los que queremos tu independencia. Nuestro raciocinio se eclipsa por el poder. ¿Hay alguien que luche por amor?
Soldado: Capitán, las tropas se retiran. Debemos marchar, los ingleses se acercan.
Capitán: ¿Has visto que como poseídos por mil demonios arrasaron con los nuestros? ¿Has visto cómo su furia es más grande que la nuestra?. Me pregunto qué tipo de sangre correrá por sus venas, cuál es el origen de sus fortalezas. Borgoña sabía bien a quién se aliaba. Si ellos luchan poseídos por el odio, nosotros deberíamos responder su lucha poseídos por el amor.
Soldado: Nadie queda ya que pueda responder a sus armas, Capitán, los que no han muerto han huido. Señor, está herido.
Capitán: Es verdad, deliro, me parece ver las almas de los muertos levantarse y abandonar con una sonrisa apacible los campos, me gustaría compartir esa sonrisa, ¿cubrirás mi cuerpo con algunas ramas si es que muero?. Lo que más temo es que me corten los dedos para arrancarme los anillos, que dispersen mi cuerpo las patas de los caballos, que mi sonrisa se borre con los escupos de los soldados del bando de los Ingleses. Toma estos anillos, hazlos llegar a mi casa, toma mis botas, bien pueden servirte más que a mí en mi última morada, toma mi mano, recuerda que la estrechaste como la de un igual. Somos todos iguales, no lo olvides, a los ojos del Señor.


Juicio. Juramento

Cauchon: Jure sobre los santos evangelios que dirá la verdad.

Juana: No sé sobre qué me van a interrogar. Hay quizás cosas que me preguntarán y que no debo decirles.

Cauchon: Debe jurar que dirá la verdad.
Juana: Me podrán preguntar cosas sobre las cuales diré la verdad, y de otras, no responderé. No les diré lo que respecta a mis revelaciones. Podrían llevarme así a relatar cosas que he jurado mantener en secreto. Les advierto: tenga cuidado el que se dice mi juez, porque asume un gran peso. Si me conocieran bien, querrían que estuviera lejos de sus manos.

Cauchon: ¿Cree estar en la gracia de Dios?

Juana: Si no lo estoy, que Dios me la de, y si lo estoy, que Dios me la conserve.


Ermitaño

Ermitaño: También mis ojos miraron otros paisajes, pequeños paraísos a punto de extinguirse, que apartados del fragor de la guerra, disfrutaban su calma en delicado equilibrio. Piedras por espadas, pequeñas casas por castillos, grescas locales por batallas. El rojo y dorado de las hayas, las anémonas y los verdes prados, ondeaban plácidos al viento, mirando un horizonte latente de peligros.


El cordero

Juana Niña se enfrenta a su padre.

Juana niña: Lo mataste, lo degollaste, gritaba. ¿Cómo pudiste?
Padre: Juana, no me mires con esos ojos, tenía que hacerlo.
Juana niña: Pero tenía miedo. ¿No había otra forma? ¿Engañarlo, adormecerlo?
Padre: Hay que desangrarlo primero, si no, la carne se hace inservible.
Juana niña: ¿Por qué tenías que hacerlo tú? ¿Por qué tenías que hacerlo hoy? Sus gritos se escuchaban desde la colina. Corrí, sin comprender de quien provenían. Y estabas tú, frío, le cortaste el cuello y se retorcía, amarrado a ese palo...
Padre: Juana...
Juana niña: Vi su sangre correr por su cuello. Me dio miedo.
Padre: Pensé que estaba solo, Juana. No sabía que estabas ahí. Jamás quise que lo vieras.
Juana niña: ¿Por qué no? ¿No querías que me diera cuenta de que eres cruel? ¿Acaso lo has hecho antes?
Padre: Sí, muchas veces. Vas a ver que te acostumbrarás. Yo también temblé cuando vi por primera vez a mi padre hacerlo. Yo también lo odié.
Juana niña: Nunca, nunca me voy a acostumbrar a la sangre. (Sale el padre).


Juicio. El árbol de las hadas

Cauchon: ¿Recuerda cierto árbol que hay cerca de su pueblo?
Juana: No lejos de Donremy hay un árbol, llamado el Árbol de las Hadas, cerca de allí hay una fuente.
Cauchon: ¿De las Hadas? ¿Por qué lleva ese nombre?
Juana: He escuchado decir que se han visto Hadas cerca de ese árbol, pero yo ignoro si eso es verdadero o falso.
Cauchon: Y, ¿tú las has visto?
Juana: No, yo no las he visto ni cerca de ese árbol ni en ningún otro lugar. A veces con otras niñas de mi edad íbamos hasta allí para jugar y colgábamos guirnaldas en sus ramas para la imagen de Nuestra Señora de Donremy.


La fuente

Juana Niña es atraída por una música que proviene de la fuente, se acerca a la fuente y se inclina para mirar dentro, se sobresalta. De la fuente entra Santa Margarita que es una joven con sus vestidos mojados.

 

Margarita: No tengas miedo, en una fuente perecí y de una fuente salí. Mis adornos del cielo mojados con las lágrimas de tu pueblo. No tengas miedo, los ojos del Señor están puestos en ti, mis palabras sonarán como extrañas campanas en tus oídos, te embriagará una hermosa música. Quizás el vigor de mi presencia bañe de lágrimas tus mejillas. Quizás creas que sueñas despierta, que tu espíritu voló plácido arrullado por el cansancio del día. Pero sé que me entiendes. Sé que tu corazón, que ahora late agitado, escucha con fe y no se cierra.
Juana niña: El ruido de las chicharras se confunde con extrañas campanas. Lloro, no puedo contener mis ojos, tiemblo, no puedo contener mi miedo.
Margarita: Juana, hija de Dios, escucha mis palabras. Debes partir a Chinon. Debes levantar el sitio de Orleans.
Juana niña: No puedo, soy muy pequeña, no sé hacer la guerra, ni siquiera sé cabalgar. Soy Juana, la hija de Jacques y tú me llamas Juana, la hija de Dios. No puedo mirar a mi padre, no puedo decirle que tengo que irme. Llorará como el día que despertó de ese sueño en el que me vio partir con soldados, se enfurecerá conmigo. (Abraza los pies de Santa Margarita)
Margarita: Debes partir a Chinon. Debes llevar al Delfín a ser coronado en la catedral de Reims.
Juana niña: Miles de voces se alzan en mi mente. Dicen no. Miles de voces se alzan en mi corazón, dicen sí. ¿Las escuchas? Los perfumes de tus vestidos me alientan, pero no encuentro la fuerza en este, mi cuerpo. Tiemblo como una hoja. ¿Debo abandonar mi casa, decepcionar a mi madre? No puedo explicarle que no la ayudaré más con el bordado. ¿Debo olvidar los juegos? La guerra es real y mata a los hombres. El agua de mis ojos llenaría una fuente, ¿y aún así seguirás viniendo? ¿Alentarás mi espíritu aterrado? ¿Cuántas veces más tolerarás mi no? (Margarita se separa de ella) ¿Vendrá ese día en que tenga que partir? ¿Vendrá pronto? (Margarita asiente y sale. Juana Niña queda recostada en el suelo, llorando).


Neufchâteau

Madre: Juana, te he estado llamando por horas. ¿Qué hacías? ¿Por qué no respondías?
Juana niña: Lo siento, me he quedado dormida.
Madre: ¿Dormida, dices? ¿Por qué lloras, hija?
Juana niña: Ha sido un sueño madre, nada más que un sueño.
Madre: ¿Qué te pasa? ¿Por qué hay secretos entre nosotras? ¿Por qué no me miras como antes? Dime, hija ¿por qué tienes ese aire cansado?
Juana niña: Mi padre ha degollado un cordero, me puse triste, eso es todo.
Madre: No debes ponerte triste por esas cosas, es la ley de la vida. Prepárate, nos vamos.
Juana niña: ¿Dónde?
Madre: Partiremos a Neufchâteau a refugiarnos unas semanas.
Juana niña: No puedo ir, debo quedarme.
Madre: ¿Cómo que no puedes? Los borgoñones amenazan Vaucouleurs. Todos los de Creux y Donremy han partido ya. Envenenarán nuestra fuente, quemarán nuestra casa. ¿Quieres quedarte para que te maten?
Juana niña: No.
Madre: Entonces apúrate, hace una hora que te he llamado.

Juana recoge agua de la fuente con una vasija y arranca una rama del árbol.

Madre: Volveremos pronto, no tengas miedo. Esta haya ha resistido siempre los ataques, ha florecido una y otra vez aunque la quemen. Esta fuente ha perdurado desde que soy una niña, no temas. (Salen).


Juicio sobre las voces

Cauchon: ¿A qué hora escucha la voz?
Juana: La he escuchado ayer y hoy día.
Cauchon: ¿Qué hacía ayer cuando vino su voz?
Juana: Dormía y mi voz me despertó.
Cauchon: ¿La despertó tocando su brazo?
Juana: No, me despertó sin tocarme.
Cauchon: ¿Qué le dijo su voz cuando la despertó?
Juana: Mi voz dijo que respondiera audazmente y que Dios me ayudaría.
Cauchon: ¿Es la voz que le habla de un ángel, de un santo o de una santa, o proviene directamente de Dios?
Juana: Las voces son de Santa Margarita y Santa Catalina.
Cauchon: ¿Qué aspecto tienen?
Juana: Veo su rostro.
Cauchon: ¿Tienen cabello?
Juana: ¿Porqué habrían de habérselo cortado?
Cauchon: ¿Ha visto a sus voces siempre con el mismo aspecto?
Juana: Ni siquiera sé si tienen brazos o otras partes del cuerpo.
Cauchon: ¿Cómo hablan si no tienen cuerpo?
Juana: Me remito a Dios. Su voz es bella, dulce y humilde, y habla la lengua de Francia.
Cauchon: ¿Santa Margarita no habla inglés?
Juana: ¿Por qué habría de hablar en inglés, si no es del partido de los ingleses?


De vuelta de neufchateau

Juana, que estaba en el juicio, avanza hasta la fuente, lleva el pelo corto y ropa de hombre. Se encuentra con Juana Niña. Sta. Margarita y Sta. Catalina aparecen detrás de ellas.

 

Juana niña: Me llaman, pero no volveré. Adiós dulces piedras del camino. Para avanzar tengo que dejar mi equipaje sobre ustedes.
Juana: Dejo mis cabellos. No cubrirán más mis hombros. Mi cabeza no sujetará más su peso. Dejo mis vestidos, mis hombros no serán ya femeninos, transpirarán bajo el peso de la armadura. Cada corte una herida, cada herida una lágrima. Cada lágrima, una menos en mi pecho. (Se mira en la fuente). Esta ya no es Juana, la hija de Jacques. Esta ya no duda. Esta, despojada desposeída, soy yo. Soy yo y no es más que un reflejo. Es otra, desnuda. ¿Son acaso mis ojos?. No importa. ¿Son acaso mis dientes, mi sonrisa? No importa. ¿Es acaso mi corazón? Sí, es mi corazón. Este es mi corazón que adolorido y tembloroso estrena su nueva desnudez. Este es mi corazón sin corazas. Adiós huerto de mi padre, adiós mi árbol, quedarán impresos en mi pecho para siempre. Adiós amigos. Adiós, papá, mamá y hermanos, no espero que lo entiendan pero ruego que algún día sepan perdonarme. Adiós, ¡Adiós!


Ermitaño

Ermitaño: Yo lo había perdido todo y me arrojé a la guerra como un caballo desbocado. La lucha te hace fuerte y te ayuda a olvidar, la lucha mata los sentidos. Una extraña embriaguez se apoderó de mí. Tenía que creer en algo, tenía que luchar por algo, si no moriría. Mi cuerpo cansado por las lágrimas que no derramaba me impedía dormir, vagaba de lugar en lugar, no tenía ningún propósito. Nada lo tenía. Ni el mar, ni el cielo, ni los hombres con que me cruzaba. De pronto vi a un guerrero convencido de su causa y me vendí a la guerra y a la muerte. Yo no había estado allí para defender lo que me habían arrebatado, el destino me mantuvo alejado. La mejor manera de vengarme de él era estar ahí siempre, contemplando cómo otros perdían sus casas, sus hijos y su amor por la vida.


Mujeres de Vaucouleurs

Movimiento de ciudad. Unas mujeres lavan ropa en la fuente.

Mujer Vieja: Es una loca.
Mujer Adulta: Dice que viene enviada por Dios.
Mujer Joven: Escapó de su casa.
Mujer Vieja: Ninguna mujer que se preocupe por su honra querría luchar con los soldados.
Mujer Joven: Me da pena.
Mujer Adulta: Seguramente cree en lo que dice.
Mujer Vieja: Pero nadie cree, sólo ella.
Mujer Adulta: Los soldados se burlan y ella no se rinde.
Mujer Joven: Se quedará ahí hasta que la reciban.
Mujer Vieja: Debería tener más cuidado.
Mujer Joven: Está tan convencida que podrían engañarla.
Mujer Adulta: O incluso aprovecharse de ella.
Mujer Vieja: No se da cuenta de nada.
Mujer Adulta: Vive en las nubes.
Mujer Joven: Cree que puede sacar algo bueno.
Mujer Vieja: Y no sacará nada.
Mujer Adulta: Sólo conseguirá que la maten.
Mujer Vieja: Que la encierren.
Mujer Joven: Que la echen de todas partes.
Mujer Adulta: Que la arrastren por el pelo y le griten cosas.
Mujer Vieja: Cree que es especial.
Mujer Adulta: Y no es diferente a nosotras.
Mujer Joven: Seguro que no acepta su destino.
Mujer Vieja: No quiere hilar, ni coser, ni tener marido.
Mujer Adulta: No quiere aburrirse en su casa.
Mujer Joven: Quiere salvar a Francia. (Las mujeres vieja y adulta ríen)
Mujer Vieja: Quiere vestirse bien.
Mujer Adulta: Quiere codearse con los reyes.
Mujer Joven: Quizás no es tan tonta.
Mujer Vieja: Pero es mucho atrevimiento.
Mujer Adulta: ¿Quién se cree?
Mujer Joven: Se cree enviada por Dios. (Las mujeres vieja y adulta ríen)


Baudricourt

Soldado: Señor, la muchacha sigue esperando en la puerta.
Baudricourt: ¡Qué niña más insistente!. Abro una puerta y me encuentro con su rostro. Escucho un murmullo y habla de ella. ¿Recuerdas lo que me dijo? : “El reino de Francia no es cosa del Delfín sino de mi Señor, sin embargo mi Señor quiere que el Delfín llegue a ser Rey, y que mantenga el reino como su feudo”
Soldado: Sí, señor, lo recuerdo.
Baudricourt: Y cuando le pregunté quién era su señor, me respondió: “El Rey de los Cielos”. ¿La ha visto ya el cura?
Soldado: Sí, señor.
Baudricourt: ¿Qué ha pasado? Dímelo de una vez.
Soldado: Ella no salió volando, si es lo que pregunta. Se arrodilló ante él y besó sus vestidos.
Baudricourt: Hazla pasar.

El soldado hace pasar a Juana, quien entra precipitadamente.

Juana: Señor, ¿me recuerda?. Soy la que envió a casa hace nueve meses.
Baudricourt: Veo que tu padre no te dio la paliza que le indiqué. ¿Todavía pretendes ser enviada ante el Delfín?
Juana: Sí, señor, e iré aunque tenga que gastarme las piernas hasta las rodillas.
Baudricourt: ¿Por qué estás vestida así, niña?
Juana: Jean de Metz me ha entregado la ropa de su criado, señor.
Baudricourt: ¿Para qué?
Juana: Más vale que me vista de hombre, señor, si quiero viajar trece días y sus noches a través de Francia.
Baudricourt: Metz y Alençon... ¿Qué hiciste con esos dos para que te defiendan tanto?
Juana: Yo no he hecho nada, señor, ellos creen en mí.
Baudricourt: Como sea, es su problema. (Aparte) Si fuera una bruja habría retrocedido ante el cura. Pero, es absurdo, todos se reirán de mí.
Juana: Señor, mientras usted duda, sangre francesa es derramada. De hecho, los ingleses consiguieron otra victoria ayer en la noche.
Baudricourt: ¿Cómo lo sabes?. Es imposible, hace pocos minutos recibí la noticia. Más de 2000 de los nuestros cayeron en Rouvray.
Juana: Y nosotros, ¿tenemos el privilegio de dudar? ¿Cuánto tiempo más necesita, señor? ¿Quiere esperar hasta haber perdido Orleans?
Baudricourt: Ve a buscar a Alençon (El Soldado va a buscar a Alençon, que entra). Esta muchacha insiste en entrevistarse con el Delfín y me temo que me he dejado vencer por su persistencia.
Alençon: Señor, Metz, yo mismo y otros ciudadanos de Vaucouleurs hemos reunido lo necesario para acompañarla a Chinon a la corte del Delfín.
Baudricourt: Sólo llegar hasta Chinon es una locura, el camino está atestado de enemigos. Pero, veo que esta muchacha los ha hechizado. Juana, lo único que puedo hacer por ti es enviarle una carta al Delfín recomendándole que te reciba. El resto corre por tu cuenta. (Sale)


La partida

Juana: Alençon, ¿Está todo listo para partir?
Alençon: Sólo esperamos tus órdenes. Confiábamos en que la respuesta sería positiva y tenemos todo preparado.
Juana: Gracias, Alençon. Partiremos esta misma noche.
Alençon: Bien, la noche será nuestra aliada a la hora de los ataques.
Juana: Los enemigos no nos encontrarán, Alençon, mis voces me lo han prometido y si lo hacen, nada nos pasará.
Alençon: Sin embargo, la jornada será larga.
Juana: Por mí, cabalgaría sin detenerme hasta Chinon. Vamos, no hay tiempo que perder. Tomemos los caballos con rienda fuerte, que sepan que no tenemos miedo...


Consejeros del Rey

Entra el Delfín Carlos a la Iglesia de Loches. Lo siguen los consejeros, rezan. Carlos se aparta al confesionario.

Arzobispo: ¿No cree, Tremoïlle, que deberíamos impulsarlo a levantarse y luchar por su reino?
Tremoïlle: No, no lo creo. Para hacer la guerra, se necesita dinero y él no lo tiene.
Arzobispo: Pero, algunas ciudades están dispuestas a contribuir con hombres y comida.
Tremoïlle: ¿Y luego qué?. Recuperaría ciudades destruidas en las que sólo viven mujeres y niños, se convertiría en el Rey de un cementerio. Lo mejor para su prosperidad es aceptar las treguas que Borgoña le ofrece y subsistir con el dinero que le da a cambio de ellas.
Arzobispo: El duque de Borgoña es un traidor y se vendió a la causa Inglesa. Un francés que prefiere ver su país en manos extranjeras no debería hacer tratos con el Delfín.
Tremoïlle: Pero es Borgoña quien paga por sus extravagancias...
Arzobispo: ¿Acaso cree que lo es?
Tremoïlle: ¿Qué? ¿De qué habla?
Arzobispo: El Delfín, un bastardo.
Tremoïlle: Le prohibo que hable de eso, usted sabe el daño que le han hecho esos rumores.
Arzobispo: Le pregunto si es que cree en esos rumores, pues se comporta como si los creyera.
Tremoïlle: Velo simplemente por los intereses del Delfín.
Arzobispo: Unos intereses mezquinos para un heredero al trono: esconderse en una corte diminuta, evadiendo vergonzosamente su carga, gastando el poco dinero que tiene en absurdas fiestas...
Tremoïlle: ¿Y usted, mi querido Arzobispo? ¿Acaso no disfruta de las comodidades de esta corte? ¿Acaso esos intereses que usted llama mezquinos, no son los más convenientes para usted?. No me mire así y piénselo unos instantes, le aseguro que hallará que lo más acertado es lo que hemos hecho hasta ahora.


Delfín orando en Loches

Carlos: Rouvray, Dios, otra derrota. Y otra, y otra, llegan a mis oídos como golpes. ¿Qué he hecho, Dios? ¿Debo pedir acaso que me concedas el favor de tu reino en el cielo y me liberes de este reino terrenal?. Los consejos me agobian, tambalean mi espíritu de un lado a otro. Muéstrame tu camino. Tú, que ves más allá de mis trajes, no me des una carga que supere mis dones. Pesa mi alma y halla su justa medida. Entendería tu fallo dependiendo de la tarea que me pongas por delante. Si es que mis manos son indignas, exímeme de la osadía de recobrar Francia. Si es mi destino precipitar a mi pueblo por mis faltas, confíname de los hombres. Si he de morir luchando, envíame a la batalla. Estoy dispuesto a acatar tu encargo... No me dejes solo. Hazme tu instrumento. ¿Qué he de hacer?... No escucho nada en mi pecho.


Ermitaño

Ermitaño: No todos escuchamos las voces del Señor. Algunos nos sentimos abandonados una y otra vez a la indiferencia de sus ojos. La Gracia es un don escaso. Los pechos ávidos de respuestas no siempre las encuentran. Los que desesperados buscan, pierden la oportunidad de escuchar, perdidos en sus preguntas. Tantas veces invoqué tu nombre y otras tantas lo maldije. Una señal era lo que le faltaba a mi vida. Presente en todas partes y ausente en mi memoria. Mi pregunta era simple: ¿Cuál era el sentido de todo eso?. Deseaba morir y ahí estaba la guerra para darme en el gusto. Deseaba estar junto a los míos y no obtenía respuesta.


Fiesta en Chinon

Mesa de banquete, música y danzas. Alrededor del Delfín están Tremoïlle, el Arzobispo y mujeres de la corte.

Carlos: Denme más vino. Llenen mi copa, una y otra vez, hasta que aclare el día. Bailen hasta quedar exhaustos. Esta noche no ha de pasar en vano.
Arzobispo: Señor, ¿por qué habríamos de estar contentos?
Carlos: Exijo que sonrían hasta desfigurar sus caras. Brindemos por la derrota, brindemos por los caídos, brindemos por los anglo-borgoñones. ¿No es eso lo que querías, Tremoïlle?
Tremoïlle: No, señor. Cálmese, se lo ruego.
Carlos: Basta. No toleraré más consejos. ¿Qué pasa con el vino?
Tremoïlle: Calma, señor.
Carlos: Soy el Rey y tú no eres mi padre. Tal parece que el anterior Rey no lo era tampoco. ¿por qué esas caras?. Por lo menos mi locura no es hereditaria. Alcen sus copas y beban. No sabemos dónde estaremos mañana.
Arzobispo: Estaremos aquí, señor.
Carlos: O quizás estaremos muertos.
Tremoïlle: No lo creo, señor.
Carlos: No sabía que entre tus habilidades estaba la de predecir el futuro. Cuidado, Tremoïlle, podrías terminar en la hoguera... (Ríe) Quiero que vivamos esta noche como si fuera la última y mañana despertaremos quizás con la alegría de haber sobrevivido. (Entra un Mensajero y le habla al oído). Ha llegado la muchacha. ¿Qué me dicen? ¿Debo recibirla?. No se molesten... Mejor gastémosle una broma. (Dirigiéndose a Tremoïlle) Tú, toma mi lugar, mi capa, mi sombrero. Le haremos creer que él es el Delfín. Los demás síganle la corriente en todo, veremos si me reconoce, veremos si es enviada por Dios. (Con un gesto indica que la hagan pasar)


Juana es recibida en la corte

Juana entra acompañada de Alençon, quien se queda aparte.

Tremoïlle: Muchacha, sé bienvenida.
Juana: (Perturbada) ¿Quién es usted?
Tremoïlle: Soy el Delfín, Juana. Acércate.

(La corte parece divertida por el juego, se miran entre ellos y sonríen).

Juana: Les ruego que no traten de engañarme. (Juana mira confundida los rostros de todos los asistentes, finalmente, se acerca al Delfín). ¿Es usted, señor?
Carlos: No soy el Rey, Juana. Allí está el Rey.
Juana: No se burle de mí. Es usted y ningún otro. Debe serlo si no...
Carlos: ¿Qué te dice que soy yo, y no otro?
Juana: (Mirando a su alrededor) Es usted, no me cabe ninguna duda. Si me equivoco, entonces no tengo nada que hacer aquí. (Intenta retirarse, los asistentes parecen sorprendidos)
Carlos: Juana, detente. Acércate, has dicho la verdad.
Juana: (Se dirige hacia él y se postra a sus pies) Señor, el Rey del Cielo me envía ante usted para decirle que debe ser ungido y coronado en la ciudad de Reims y que será el lugarteniente del Rey del Cielo, que es el Rey de Francia. (Carlos mira a Tremoïlle y al Arzobispo. Juana se acerca a Carlos). Debes creerme y depositar toda tu confianza en mí. Si accedes a que nos quedemos solos, te diré cosas que sólo sabe tu conciencia, el Rey del Cielo y yo.
Carlos: Déjennos solos.
Tremoïlle: Señor, podría estar arriesgando su vida.
Carlos: Confío en ella.

Los cortesanos se apartan de Carlos y Juana. Apenas lo hacen, empiezan a murmurar. El Arzobispo se acerca a Tremoïlle.

Arzobispo: Tiene encanto, sin duda.
Tremoïlle: Es una insensata. Me pregunto qué es lo que tiene que decirle que no podamos escuchar.
Arzobispo: Ya lo escuchó, Tremoïlle, algo que sólo sabe el Rey del Cielo, la conciencia del Delfín y ella misma.
Tremoïlle: Es absurdo. Una persona de Iglesia como usted no debería creer en toda esa charlatanería.
Arzobispo: Veo que usted sólo cree en las estrategias de los hombres... ¿Acaso los designios de Dios son una mera charlatanería?
Tremoïlle: Y, ¿qué me dice de las estrategias del demonio? ¿Cómo podemos saber si sus designios provienen de Dios o del demonio?
Arzobispo: Me inclino a pensar que, dadas las presentes circunstancias, sus intenciones son más bien favorables. Y lo que es favorable para Francia, no puede provenir del demonio.
Tremoïlle: Aún no sabemos si lo que sucederá será favorable o no.
Arzobispo: En eso, usted está en lo cierto.
Tremoïlle: Tanto silencio me inquieta. Debo saber qué está sucediendo.
Arzobispo: Tenga paciencia, Tremoïlle, pronto sabremos qué sucede.

Tremoïlle, resignado, se sienta y espera. Los demás cortesanos hacen lo mismo.


A solas con el Delfín

Carlos: He desperdiciado mi vida esperando que suceda algo. He desperdiciado Francia por culpa de las dudas. ¿Y una muchacha me dice que debo levantarme?
Juana: Debes creerme, gentil Delfín.
Carlos: Todo lo que me has dicho es verdad. Conoces hasta mis más íntimos pensamientos. Y yo que creía que eran desconocidos hasta para Dios.
Juana: Dios escucha y te envía una respuesta. He venido a entregártela.
Carlos: No quiero esa respuesta. Tus palabras me despiertan de mi sueño de niño y me devuelven a mis huesos de adulto. He de luchar contra la maldición de un país y no soporto el peso de la mía.
Juana: Nuestros hombros no pueden sujetar más nuestras cabezas llenas de dudas, ni llorar por las penas de nuestros antepasados. Debes enviarme a Orleans, gentil Delfín, debes darme un ejército y verás cómo la mano de Dios quiere que tú reines.
Carlos: Mírame, sólo soy un retrato adornando las paredes. Mírame y dime si hay en mi mirada algo que te indique que soy un Rey. ¿No respondes a eso? ¿Por qué Dios no me envía la respuesta que busco? ¿Estás segura de que es a mí a quien tienes que decirle todo esto?
Juana: Sí, eres tú el que me ha sido señalado.
Carlos: Al menos Dios confía en mi. No soportaría respaldar una farsa como esta. ¿Verdad? Si esa es Su voluntad, que mi gloria sea. En Su nombre aquí en la tierra y bajo mi escudo. Te dejaré partir a Orleans. (Pausa. Juana lo besa) Si no cumples lo que has prometido, no habré arriesgado nada y tú terminarás en el olvido.
Juana: Que así sea.
Carlos: (Se levanta y se dirige a la corte). He tomado una determinación. Esta muchacha será enviada a Orleans. (La corte parece sorprendida, sobre todo Tremoïlle) Tremoïlle, encárgate de todo.

(Sale, la corte lo sigue. Tremoïlle y el Arzobispo se quedan rezagados. El Arzobispo sonríe y sale, mientras que Tremoïlle mira a Juana con desprecio.)


Juana guerrera

Juana se ha quedado de pie. Unas mujeres la visten con su armadura. Tremoïlle, de mala gana, toma nota de lo que Juana le dice.

Juana: El estandarte debe ser blanco y bordado de seda, con el fondo salpicado con las flores de lis doradas de Francia. Debe estar decorado con una representación de Cristo sobre el mundo, sostenido por dos ángeles. Y debe tener pintadas las palabras Jesús María sobre un costado. (Le traen una espada) No quiero esa espada. Sé exactamente cual es la que quiero. Es una espada con cinco cruces grabadas. La encontrarán en la iglesia de Santa Catalina de Fierbois, enterrada en el suelo detrás del altar. (Sale, vistiendo armadura. Tremoïlle la sigue).


Llegada a Orleans

Soldado: Señor, se acercan, siento el calor de las tropas.
Dunois: Silencio. Podría ser el enemigo. Ve ahí, vigila.
Soldado: Nadie, señor.
Dunois: Ven, protégete del frío.
Soldado: El viento me cala hasta los huesos.
Dunois: Maldito viento, si no cambia no podremos llegar hasta la otra orilla.
Soldado: Me parece escuchar los susurros de los ingleses...
Dunois: El viento ha traído sus voces hasta aquí.
Soldado: Se diría que se creen dueños de la noche.
Dunois: Eso cambiará.
Soldado: ¿Escucha, señor? Un Búho.
Dunois: Mal augurio.
Soldado: ¿Llegará de una vez la doncella?
Dunois: Paciencia. Mantente alerta si quieres conservar tu cabeza.
Soldado: Ahí están, ahí están, veo su luz a lo lejos.
Dunois: Silencio. Que no traicione tu alegría el secreto con el que nos ha cobijado la noche.

Entran Juana y Alençon

Juana: Soldado. ¿Es ese Orleans?
Soldado: Sí, Doncella.
Juana: La ciudad duerme. Dime, ¿nadie más que tú ha venido a recibirnos?
Soldado: No, aquí está Dunois, quien está a cargo de la ciudad.
Dunois: Doncella, me regocijo de tu llegada. Toda la ciudad de Orleans te envía la más cordial bienvenida.
Juana: Dunois, ¿por qué me has hecho venir por este lado?
Dunois: El consejo y yo mismo hemos decidido que es lo más sensato.
Juana: ¿Lo más sensato? ¿Es su consejo más sensato que Dios? Un río me separa de Orleans, de Talbot y de los ingleses.
Dunois: El plan era que unas barcas llevaran a tu ejército hasta Orleans, pero el viento no nos favorece. (Juana se retira, indignada. A Alençon) ¿Qué le pasa?
Juana: (Se arrodilla en el suelo) Esperaremos aquí hasta que cambie el viento.
Dunois: Puede que eso nunca suceda... Lo mejor sería retroceder hasta el puente de Blois, que no se halla lejos. (Sopla un fuerte viento. Vuelan hojas, el ruido cubre sus voces. Juana no se mueve, Alençon se sienta a su lado) Juana, te ruego que des las órdenes para que lleguemos a Orleans lo antes posible. Juana, ¿me oyes?. Se aproxima una tormenta... (A Alençon) Por Dios, ¿no puedes hacerla entrar en razón?
Juana: No es la razón lo que me ha traído aquí. Siéntese, Dunois, espere.
Dunois: Pero...

Dunois se sienta de mala gana. El Soldado se sienta también. El viento sigue silbando, de pronto se calma. Juana se levanta.

Soldado: Señor, mire. ¿Ve aquel estandarte?
Dunois: ¡Santo Dios!
Soldado: El viento ha cambiado su rumbo, señor.
Alençon: Podremos cruzar sin problemas.
Juana: Vamos, gentiles caballeros, nuestras plegarias han sido escuchadas. Esta noche dormiremos en Orleans.


Ermitaño

Mientras el Ermitaño habla, se instalan sobre el escenario picas de guerra.

Ermitaño: La noche antes de la batalla olía a hierro y peligro. Me excitaba, estaría ahí otra vez, contemplando el absurdo y me sentiría mejor. Quizás tuviera la suerte de morir esa mañana, quizás algo me alejaría y podría volver a mi vida. Había visto tantos cráneos azulados por el frío y la muerte, había visto tantos miembros lacerados, tantas lágrimas derramadas inútilmente, tantos gritos de dolor, que nada me impresionaba. Decir que era una pesadilla es poco. Decir que no importa por qué luchamos. Que el poder tiene extrañas formas de presentarse. Los héroes acampan fuera de la ciudad, el viento despeina sus cabellos. Una fuerza inhumana se apodera de sus brazos y pechos. Gritan y despedazan. Los ojos inyectados de furia. Después llega la oscuridad, vencidos y vencedores se repliegan a sus tiendas, se arrojan al vino y las mujeres. Cincuenta años con lo mismo, cien años, toda la historia. Algunos vieron a sus padres marchar y ahora marcharon por los mismos senderos. Otros hirieron al hijo del enemigo de sus antepasados o se encontraron sin saberlo ante el anciano que hirió a su padre.


Campo de batalla, Orleans

La batalla está en su fragor. Varios soldados ingleses tienen una escaramuza con soldados franceses. Estos escalan la torre, arriba los ingleses resisten y los hacen bajar. Entra Juana acompañada por Alençon, quien está visiblemente preocupado por ella y le cubre las espaldas. Luchan. Entra Dunois.

Dunois: Son demasiados. Nos triplican en número. Y aunque no lo hicieran, la bastilla los protegería contra cualquier ejército.
Alençon: Ha caído la torre. Esa ha sido obra tuya, Juana.
Dunois: Los mismos soldados que antes luchaban sin fuerza, parecían otros después de verte luchar.
Juana: Todavía no hemos terminado, Dunois. No podemos descansar hasta liberar por completo a la ciudad de Orleans.
Dunois: Paciencia. El consejo ha decidido que mañana renovaremos el ataque.
Juana: Olvida por un momento que soy una mujer y recuerda quién me ha enviado.
Dunois: Juana, no se trata de eso. Luchamos contra un monstruo fortificado hasta los dientes, que no parece tener ningún punto débil.
Alençon: La debilidad del enemigo está en su corazón, Dunois. No podemos dejar que sus intenciones traidoras venzan esta batalla.
Dunois: Pero, es preciso recobrar fuerzas.
Juana: Y mientras nosotros lo hacemos, los ingleses harán lo mismo, Dunois. Tenemos que seguir. Tú mismo dijiste que nos triplican. El desorden que prima en el campo es nuestra ventaja, mañana la habremos perdido.
Alençon: Ella tiene razón, Dunois.
Dunois: Está bien. Vamos.

Antes de salir, Juana cae herida.

Dunois: Juana, ¿estás bien?
Juana: Sí, no es nada. (Intenta levantarse, pero cae adolorida)
Alençon: Debes descansar, no puedes seguir luchando.
Juana: Deben prometerme que continuarán, no se detengan por mí, se los ruego.
Alençon: Pero...
Juana: Estaré bien, me recuperaré.
Dunois: Llévala a la tienda, Alençon.

 (Sale Juana, ayudada por Alençon). Entra el Soldado, que ha estado luchando.

Dunois: Soldado, ¿cuál es la situación en el campo?
Soldado: Los hombres resisten, señor. Pero es imposible saber hasta cuándo. Yo mismo he visto a muchos caer, pero ignoro si la jornada será favorable o no.
Dunois: Haz un recuento de nuestras fuerzas. Quiero saber con cuántos contamos. Tú serás mis ojos en el campo. Quiero un informe detallado.
Soldado: Sí, señor. Lo haré con la rapidez de una flecha.

 (Sale). Entra Alençon.

Dunois: Alençon, ¿cómo se encuentra la doncella?
Alençon: No debemos preocuparnos por ella, Dunois. Se ha arrancado la flecha con sus propias manos.
Dunois: ¡Santa muchacha!. Su debilidad resiste y pone en vergüenza nuestras dudas.
Alençon: Dunois, le hemos hecho una promesa. Y vamos a cumplirla aunque dejemos nuestras vidas en el campo.
Dunois: Así es, Alençon. Es preciso reunir a los hombres, organizar las tropas.
Alençon: Ve por la retaguardia. Iré a los cañones para que redoblen su ataque.

(Entra el Soldado).

Soldado: Capitán, capitán. Las tropas retroceden a la brecha. El capitán La Hire ha sido herido, sus hombres se retiran. Las paredes de la bastilla resisten con fuerza, todas las escaleras han sido derribadas. El inglés Talbot se ríe de nosotros.
Dunois: Como me gustaría borrarle esa sonrisa. Dispersémonos, reunámonos en la brecha. Soldado, agrupa a los que luchan a pie. Iré a buscar a la Doncella. (Salen)


Ermitaño

 

Mientras el Ermitaño habla, el escenario se oscurece.

Ermitaño: El dolor flagela los cuerpos y los espíritus. Nadie comprende el dolor. Me han dicho que la muerte no produce dolor. Me han dicho que cuando uno está dispuesto a aceptar la verdad, el dolor se esfuma. Me han dicho que al aceptar el dolor, uno incluso podría empezar a sanar. Mis ojos ensangrentados. ¿Por qué no se me arrebató la vida?. Una espada en plena cara y la oscuridad. Mi llanto de sangre. La fiebre. Primero la desesperación, luego el silencio. El silencio de los rostros, de los paisajes, del espejo. El silencio que me traga como un foso profundo. Sueño con la batalla, abro los ojos inútilmente. Ciego, atado a la vida y ciego. Atado a un bastón y la buena voluntad de los caminantes. Arrojado al mundo, errando sin descanso. Ya no lloro, no puedo hacerlo.


El campo de la muerte

El escenario está regado de muertos, Juana entra y camina entre ellos, como en un sueño. Los toca, los da vuelta, los mira.

Juana: ¿Dónde están todos? ¿Dónde están? Aquí yace Dunois, aquí Alençon, aquí está el Delfín. Mi padre y mi madre, todos han muerto. Despierta, levántate. (Ve al capitán de la 4º escena) ¿Por qué sonríe?. Le han robado sus botas y sus anillos, ¿y sonríe?. Todo esto es por mi, todo esto es mi culpa. ¿No queda ninguno vivo? (Pasa el Ermitaño, sin verla). ¡Escuche! ¡Oiga!. Y yo lloraba por mi herida, y y yo lloraba por mi pelo, y yo lloraba por el cordero. ¿Hay alguien?. Levántense y vamos a casa. Levántense. ¿Cómo hemos podido hacer esto? ¿Para qué?. Ese es hijo de aquel, juntos dejaron este reino. Ese no tuvo miedo. Ese no quería venir, lo obligaron. Ese encontró su destino demasiado pronto. (Se deja caer al suelo. Una luz inunda el escenario. Entra San Miguel) ¿San Miguel, eres tú?. Tus ojos son como antorchas de fuego, tus brazos brillan como el bronce.
San Miguel: Sí, Juana. He dejado el combate para ser el mensajero del consuelo.
Juana: Tú comandaste ejércitos, luchaste cara a cara con Luzbel. ¿No estás cansado de luchar? ¿No estás cansado?. Las victorias son amargas para los derrotados, miles de veces he llorado sobre sus cuerpos. ¿No estás cansado de vencer?. El dolor que hay en mi pecho no se compara con mi herida. ¿Por qué existe el dolor?
San Miguel: Juana, ¿ves más allá, sobre la colina? ¿Ves mi ejército de ángeles, Juana?
Juana: Sí, los veo. Adornados con sus blancas alas, los cabellos movidos por el viento. Los veo, veo cincuenta mil ángeles flotando en sus blancos corceles.
San Miguel: Este es el destino de todos los hombres, Juana. Los soldados morirán, los reyes morirán, las muchachas morirán y los niños morirán. Pero el ejército de los ángeles estará siempre allí. Ven conmigo. (Salen)


Campo de batalla, Orleans (II)

Soldado: Los hombres esperan sus órdenes, Capitán. Ya se encuentran reunidos en la brecha.
Dunois: ¿Somos aún suficientes para derribar las paredes de esta bastilla?
Soldado: Sí, señor. Y están dispuestos a dar sus vidas por verla destruida.
Dunois: Redoblaremos el ataque. Que alguien se encargue de llevar esos troncos a la fosa. Construiremos un puente para atacar por el otro lado. (Entra Alençon).
Alençon: La Doncella se ha reunido con nosotros, Dunois, y está dispuesta a renovar el ataque.
Soldado: Encontraré con felicidad la muerte junto a ella, y el resto de los hombres piensa lo mismo, señor.
Dunois: Yo también, soldado. No traicionaré mi corazón, por una muerte tranquila junto a mi familia.
Alençon: Ahí viene. Atemos nuestros nombres al suyo para siempre.


Grito de guerra de Juana

Juana se abre paso entre los hombres.

Juana: Señores, veo a Francia como a un animal cansado, un perro que se esconde por miedo a recibir más patadas. No quiero pedirles que resistan más, ni que cierren sus ojos ante el dolor que les infligen. Quiero que recuerden que tienen la fuerza de un animal, y que Dios está de nuestro lado. Que peleen no sólo por salvar sus vidas, sino por cumplir los designios del Señor. Él nos ha enviado aquí, a Orleans, pero no hay que olvidar ni por un segundo que él nos puso sobre esta tierra desde el primer día que vimos la luz. Esta guerra ha de acabar para la prosperidad de Francia y no somos nosotros los que vamos a impedirlo por salvar nuestras vidas. Los que por momentos lo olviden, miren este estandarte, que está aquí para recordarnos todo eso. Este estandarte ha de cruzar ese foso y sujetará las escaleras que se apoyen sobre las murallas. Esta, la Doncella, aunque sus brazos sean separados de su cuerpo, llevará este estandarte a los pies de esa fortaleza. Llenen sus corazones con confianza, griten hasta sacar el miedo de su pecho, todos por igual, pues al momento de la contienda los títulos del que pelea no son más que su valor, y su audacia. Luchen con los ojos puestos en el cielo, que el cielo los tiene puestos hoy en nosotros, San Miguel guía nuestras espadas. ¡Qué Dios bendiga Francia, que Dios bendiga al Rey!

Los soldados gritan enajenados.


Las dudas del Delfín

Carlos: Es increíble, lo ha logrado. En ocho días ha levantado un sitio que llevaba más de seis meses.
Tremoïlle: No debemos confiarnos demasiado, señor, puede haber sido una casualidad. He escuchado decir que se aproxima con la intención de conducirlo inmediatamente a Reims para su coronación.
Carlos: Es verdad, yo mismo lo he escuchado, Dunois y Alençon la acompañan.
Tremoïlle: Si me permite, señor, no se precipite en mostrar su alegría y su asombro. Su coronación es la evidente y esperada consumación de una victoria como esta. Pero no es propio de un príncipe dejarse dominar por una muchacha. Si se deja llevar por sus caprichos pronto no tendrá como dominarla. Ya ha visto usted el efecto que produce en las tropas.
Carlos: Les ha devuelto el aliento y la esperanza de la victoria, les ha dado una razón por la cual luchar.
Tremoïlle: Los ha subyugado por completo a sus deseos.
Carlos: Ella ha luchado siempre en mi nombre y en el de Francia.
Tremoïlle: Sí, señor. Y en el nombre de Dios. No olvide, señor, que Dios lo ha elegido a usted para reinar en Francia y no a ella. Debe dominarla, ponerla a prueba. Aproveche el vigor que finalmente se ha instalado en el suelo de Francia y recuperará un país, no tan sólo una ciudad.
Carlos:¿Qué me sugieres?
Tremoïlle: Le sugiero que espere a que se haya recuperado al menos todo el valle de la Loire, para acceder a sus demandas.
Carlos: Y, ¿qué pasaría si después de la victoria de Orleans su nombre se sume en la oscuridad? ¿Acaso mi coronación tendría la gloria que ahora le espera?
Tremoïlle: Es posible que no, señor... Quizás es más provechoso coronarse en estas circunstancias que arriesgarse a otras menos favorables. Sin embargo, señor, no pierda de vista lo que le he dicho, sea cual sea la determinación que tome en este caso.
Carlos: Tus consejos, como siempre, me parecen acertados.


Coronación del Delfín

Entra Juana y se acerca al Delfín, le pone una capa, luego se arrodilla, emocionada. Suena música de Iglesia, fanfarrias. El Delfín se sienta en un trono. Entra el arzobispo y lo corona. La escena de la coronación desaparece.


El sueño de Carlos

Carlos duerme. Se despierta sobresaltado. Entra Agnes Sorel.

Agnes: Calma, calma, no ha sido más que un mal sueño. Déjame enjugar tu frente.
Carlos: Extraños personajes me visitan en sueños... No puedo dormir, si tú supieras, he olvidado la tranquilidad. La muchacha, Juana, todas las noches sueño con ella. Es insoportable. Hasta en sueños me desafía.
Agnes: Olvida a la muchacha. Es sólo una niña, nada puede hacer contra ti.
Carlos: Es un demonio, no es sólo una muchacha, es un guerrero. Ojalá hubiera escuchado a Tremoïlle, ¿cómo pude estar tan ciego?. Si accedía a sus demandas siempre iba a querer más y más. No hay más dinero, por Dios, lo he gastado todo en las campañas.
Agnes: Calma, ya se te ocurrirá algo.
Carlos: ¿Cómo quieres que me calme?. Sabes lo que me dijo: “La paz no puede obtenerse más que a punta de lanza”. ¿Qué es lo que pretende? ¿Que estemos todos pobres o muertos para detenerse?. Cada vez me da más miedo, quiere luchar ciegamente sin mirar nunca atrás.
Agnes: Debes mantenerla fuera del campo de batalla.
Carlos: Eso es lo que he hecho, he dilatado sus campañas, pero ha conquistado a los capitanes y me temo que estén dispuestos a seguirla aún sin mi consentimiento. No sé hasta cuando resista ante sus insistencias. Vete, no soporto el calor. Déjame solo. Siento un peso en el vientre y la cabeza llena de agua. (Sale Agnes) ¿Por qué ese pesar? ¿Por qué en mi sueños siempre me hallo culpable?


Con alencon

Juana se encuentra arrodillada en una capilla. Reza. Entra Alençon.

Juana: Ya es Carlos VII, ya ha sido coronado en Reims. ¿Y es el momento de aceptar una tregua? Dios, le he regalado mi juventud, ¿y así es como me responde?. No lo entiendo. Derribó el puente que ordenaste construir en Saint-Denis, derrumbó nuestra posibilidad de tomar París.
Alençon: Juana, cálmate, ese ha sido siempre su carácter, siempre duda. Lo de París fue un fracaso, pero lograste lo principal, recibió los santos óleos, todo el pueblo de Francia lo reconoce como su rey.
Juana: Y él se esconde como si fuera una rata en su corte en la provincia. Ya no tengo argumentos para sacarlo de ahí, tienes que ayudarme, Alençon.
Alençon: Me han enviado a casa.
Juana: ¿Tú también me abandonas?. Nunca has conseguido decir no. ¿No te das cuenta de que con tu apacible sonrisa no se consigue nunca nada?. Al callar lo apoyas, Alençon, como todos los otros.
Alençon: Quiero volver, Juana, ya es tiempo, las campañas se suspenden, y no veo por qué seguir aquí.
Juana: Vete, no te necesito. Si fuera por mí, lucharía sola en contra de los ingleses.
Alençon: ¿Es esa tu despedida, Juana?
Juana: Sí. (Sale Alençon. Juana llora)


El anuncio de la captura

Santa Catalina y Santa Margarita entran y rodean a Juana.

Juana: No entiendo a los hombres, ni sus palabras, ni sus convicciones, ni sus deseos, ni sus maneras. Sus dudas y fidelidades parecen contener miles de esquinas. He recibido dos heridas, he llevado a los hombres al combate, he luchado en tantas batallas que parecen miles, he visto la sangre y el dolor de los caídos, y he llorado por cada uno de ellos. (Las Santas sonríen a Juana, ella abraza sus pies). He fracasado. Antes mi presencia abría las puertas de las ciudades. Poco a poco los oídos se cierran, las miradas de apoyo se evaden. Todo el mundo está tan equivocado. ¿Acaso ha llegado ya el momento de mi captura? (Las Santas asienten). Llévenme pronto con ustedes. No me dejen sufrir largo tiempo en mi prisión. (Las Santas se separan de Juana y salen). Los soldados morirán, los reyes morirán, las muchachas morirán y los niños morirán. (Sale)

Aparece Juana niña con un cordero en brazos.


Ermitaño

Ermitaño: Estaba perdido y lo sabía. Maldije a Dios y a los hombres. Me maldije a mí mismo. Recorrí el mundo entero, abracé todas las religiones, subí hasta la montaña más alta. Me sentí vacío y desolado. Me sentí digno de compasión, pero la que me entregaban no calmaba mi soledad. Conocí hombres sonrientes y hombres tristes. Seguí los pasos de los que sonreían, y aún así su verdad no me pertenecía. Conocí a aquellos que buscaban la paz. Poco a poco las suelas de mis sandalias se fueron gastando. Poco a poco mi odio se fue gastando también. Resistir, dominar el cuerpo y resistir, ya vería la luz, sólo era cosa de tiempo. Sólo era cosa de saber dónde se escondía.


Captura

Mensajero: Señor, la Doncella ha caído prisionera.
Carlos: Ya lo he oído. Ve a buscar a Tremoïlle, dile que necesito hablar con él. (Sale el Mensajero, Carlos está impaciente). No puedo hacer nada por ella, no tengo dinero suficiente para pagar un rescate. (Entra Tremoïlle) ¿Has oído?
Tremoïlle: Sí, señor.
Carlos: Quiero escuchar tu opinión.
Tremoïlle: La acusan de herejía...
Carlos: Dicen que es una bruja.
Tremoïlle: No es bueno que su nombre se asocie al de ella...
Carlos: Entonces, me apoyas. No quiero que Francia sea el reino del fanatismo y la locura.
Tremoïlle: Hace bien, señor.


Venta a los ingleses

Cauchon atraviesa el escenario. Luxemburgo aparece desde el otro extremo.

Cauchon: He venido en nombre de la Iglesia.
Luxemburgo: Sea bienvenido. Pero imagino que no viene por mí, sino por mi tan preciosa prisionera.
Cauchon: Vengo a agradecerle en nombre de todos los cristianos el haber hecho un tan gran servicio a nuestra santa fe. Le recuerdo, además, el primer sermón de la orden de la caballería, que es defender el honor de Dios, la fe católica y la fe cristiana.
Luxemburgo: Vaya al punto, Cauchon.
Cauchon: Le exijo que me entregue a su prisionera. Me corresponde a mí juzgarla, pues fue capturada en los límites de mi diócesis.
Luxemburgo: ¿Y yo no he de obtener nada por la preciosa cooperación que he prestado a la Iglesia?. Supongo que los franceses sabrían apreciar mejor mis servicios.
Cauchon: Ya me habían advertido de su ambición. Por eso estoy aquí, para evitar que entregue a su prisionera a manos del enemigo a cambio de algunos francos.
Luxemburgo: Ahórrese el palabrerío, Cauchon. Y no me subestime, sé el valor de mi prisionera.
Cauchon: El Rey de Inglaterra, Enrique VI, tiene derecho a comprar a todo prisionero de guerra.
Luxemburgo: ¿No venía usted en nombre de la iglesia?
Cauchon: Deje el sarcasmo, Luxemburgo, y reciba este dinero.

Luxemburgo toma el dinero y sale.


Ermitaño

Mientras el Ermitaño habla, Juana es traída a su celda, viste gastada ropa de hombre y se ve enferma. Se acuesta en una cama.

 

Ermitaño: Tu amor, Señor, abrasa como el fuego. Consume los cuerpos, enceguece las almas, extingue los miedos, devasta la vida. Tu amor, Señor, es celestial y supera a los hombres, toca y marca a los que lo sienten, aflige a los que lo envidian. Tu amor se impone como una tarea difícil para los hombres. Me sumiste en la oscuridad como un regalo divino y me heriste. Me arrebataste todo cuanto valoraba. Me arrojaste al camino, al hambre, a mendigar. Doblaste mi soberbia a base de golpes. Me hiciste añorar la belleza y la luz.


Visita a Juana

Warwick, La Pierre, Luxemburgo y Cauchon visitan a Juana que está enferma en su celda.

Cauchon: ¿Qué le pasa?
Juana: La comida. Me ha hecho daño.
Warwick: (A La Pierre) Cuídela bien. No queremos que muera de muerte natural. (La Pierre le pone trapos mojados en la frente a Juana)
Luxemburgo: Juana, si prometes no volver a tomar las armas puedo intentar que se ponga un precio a tu rescate.
Juana: En nombre de Dios, se está burlando de mí, sé bien que no tiene ni la voluntad, ni el poder para hacer lo que dice. Sé que los ingleses me matarán, creyendo que después de mi muerte podrán ganar para sí el reino de Francia. Pero aunque fueran cien mil veces los que son ahora, no lo lograrán.

El soldado saca un cuchillo amenazando a Juana, Warwick lo detiene sonriente.

Warwick: ¿No ves que eso es lo que quiere?. Le estarías haciendo un gran favor, idiota. No es eso lo que le tenemos reservado.
La pierre: Las cadenas. ¿No pueden soltarlas un poco?
Warwick: Ha tratado de escapar varias veces y por ese motivo, está encadenada de esa manera.
Luxemburgo: (A Juana) Si al menos dieras tu palabra de que no te escaparás.
Juana: No la daré. Todo prisionero tiene derecho a intentar escaparse.
Cauchon: Prepárese, comenzaremos con el interrogatorio.


Juicio. Exposición de la causa

Entran los jueces.

Cauchon: Le agradó a la Suprema Providencia que una mujer de nombre Juana, vulgarmente llamada la Doncella, haya sido tomada y capturada por célebres hombres de armas, en los límites de nuestra diócesis y jurisdicción. Los rumores ya se habían esparcido en el lugar que esta mujer, llevaba, con una audacia increíble y monstruosa, vestimentas deformes pertenecientes al sexo masculino. También se relataba que su temeridad había llegado hasta a hacer, decir y divulgar muchas cosas contrarias a la fe católica y haciendo esto, se había vuelto culpable de graves delitos, tanto en nuestra diócesis como en otros muchos lugares de este reino. Nuestro serenísimo y cristiano príncipe nuestro señor el rey de Francia e Inglaterra, Enrique VI, habiendo llegado al conocimiento de estos hechos, requirió en seguida al noble señor Juan de Luxemburgo, caballero, que tenía a la susodicha mujer bajo su poder y autoridad, entregar y enviar a la dicha mujer para ser juzgada. Y este, prestando a dichos requerimientos una benigna condescendencia, nos envió enseguida a la mujer. Por lo tanto nos encontramos reunidos en el territorio de esta ciudad de Ruán, para que sometamos a una investigación los hechos y decires de la acusada, y para que responda ante la justicia de los hechos criminales que le son imputados. ¿Cuál es vuestro nombre?
Juana: En mi país me llamaban Juana.
Cauchon: ¿Vuestro lugar de nacimiento?
Juana: Nací en el pueblo de Donremy.
Cauchon: ¿Vuestra edad?
Juana: Diecinueve años, aproximadamente. Mi madre me enseñó el padre nuestro, el Ave María y el credo.
Cauchon: Diga el padre nuestro.
Juana: Si quiere escucharme en confesión, lo diré con gusto.
Cauchon: Le aconsejo que no se resista. Diga el padre nuestro.
Juana: Sólo lo diré en secreto de confesión.
Cauchon: Llévenla a su prisión.

La escena queda inmóvil. Se oscurece.


Juicio. Preguntas recurrentes

Juana es interrogada en el salón de Honor del castillo de Ruán.

Cauchon: ¿Ha tomado la vestimenta de hombre por el consejo de Dios?
Juana: La vestimenta es poca cosa y de las menores. No he tomado esta ropa ni he hecho nada que no haya sido por el encargo de Dios y de los ángeles.
Cauchon: ¿Le gustaría recibir ropa de mujer?
Juana: Denme un vestido, lo tomaré y me iré, si no es así, no me lo pondré. Me contento con el que tengo, puesto que place a Dios que lo lleve.
Cauchon: Si persiste en contestar de esa manera perderá la oportunidad de defenderse.
Juana: He respondido durante meses a las mismas preguntas. ¿No les basta acaso con todo lo que ya he dicho?
Cauchon:  No es su deber juzgar las preguntas que le hacemos.
Juana: Pido que se me dispense, estoy agotada.
Cauchon: Yo le diré cuándo será dispensada. Las Santas Catalina o Margarita, ¿le hablaron alguna vez debajo del árbol de las Hadas del cuál ya se hizo mención?
Juana: Ya he respondido a esa pregunta.
Cauchon: ¿Le hablaron las Santas alguna vez debajo del árbol de las Hadas?
Juana: Hace exactamente tres días respondí a esa pregunta.
Cauchon: No es importante, quiero que me responda ahora.
Juana: Me niego.
Cauchon: ¡Es usted una muchacha imposible! ¿Qué promesas le hicieron las Santas ahí o en otro lugar?
Juana: No me hicieron ninguna promesa que no haya sido con la autorización de Dios. Me prometieron conducirme al paraíso.
Cauchon: ¿Está tan segura de que será salvada, y que no será condenada al infierno?
Juana: Lo creo tan firmemente como si ya lo estuviera.
Cauchon: Ya es suficiente. ¿Qué la hace creer que Dios la elegiría a usted y no a un hombre instruido o de iglesia, como yo mismo, por ejemplo?. No me responda, ya sé que tiene una respuesta para todo... Llévensela


Juicio. Los artículos de la acusación

Cauchon: Juana, después de revisar atentamente los interrogatorios que se te han hecho, los asesores y yo mismo hemos llegado a las siguientes conclusiones.

(Le hace un gesto a La Pierre, quién lee los artículos de la acusación).

La Pierre: Primero: Ha permitido ser venerada y adorada, dando sus manos y sus vestidos para ser besados, usurpando así el culto y los honores divinos.
Juana: Es cierto que muchos me besaban las manos, pero no con mi consentimiento. Yo sólo intentaba confortarlos un poco.
La Pierre: Segundo: En su juventud no fue instruida ni educada bajo los principios y creencias de la fe, sino acostumbrada y enseñada por los ancianos a utilizar sortilegios y otras artes mágicas.
Juana: Ya he dicho que no sé ni siquiera qué son las hadas. Y en cuanto a mi instrucción, aprendí la religión como un buen niño debe hacerlo.
Cauchon: Sin embargo se niega a decir el Padre Nuestro.
Juana: Sólo lo diré en confesión.
La Pierre: Tercero: Cerca del pueblo de Donremy hay un árbol vulgarmente conocido como el árbol de las Hadas. Cerca de ese árbol hay una fuente. Ahí se reúnen malos espíritus y las gentes que usan sortilegios bailan alrededor del dicho árbol y fuente.
Juana: No es lo que yo he dicho.
Cauchon: ¿Niega acaso que colgó guirnaldas de las ramas de ese árbol?. Prosiga.
La Pierre: Cuarto: Ha dicho ver desde hace 5 años y continuamente, las visiones y apariciones de San Miguel, Santa Catalina y Santa Margarita, quienes le habrían revelado de parte de Dios que levantaría el sitio de Orleans, que haría coronar a Carlos, que ella llama su Rey y que echaría a todos sus adversarios de Francia.
Juana: Carlos es el verdadero Rey de Francia.
Cauchon: No es eso lo que está en tela de juicio. (A La Pierre) Siga.
La Pierre: Quinto: Ha atribuido a Dios, a sus ángeles y sus santos prescripciones que son contrarias a la honestidad femenina, abominables a Dios y a los hombres, y prohibidas por las sanciones eclesiásticas, como es el vestir de hombre. Y al atribuírselo a Dios, lo ha blasfemado.
Juana: No he blasfemado a Dios.
Cauchon: Sin embargo, las sagradas escrituras especifican que es abominable a Dios tanto que los hombres tomen ropa de mujer, como que las mujeres tomen ropa de hombre.
Juana: Ya he respondido suficiente en cuanto a ese punto.
La Pierre: Sexto: Ha afirmado ser enviada por Dios, incluso para hechos de derramamiento de sangre, lo que es totalmente ajeno a la santidad y que para todo espíritu piadoso es horrible y abominable. Séptimo y último: ha continuado en sus errores, rehusando corregirse y enmendarse, por más que ha sido caritativamente requerida a hacerlo por respetables hombres de Iglesia.
Juana: No soy culpable de ninguno de los artículos que me son imputados. No he hecho nada contra la fe cristiana.
Cauchon: No eres tú la que debe decidir si eres culpable o no. La Iglesia está dispuesta a perdonarte si te sometes a ella como primer acto de contricción.
Juana: Si me someto a la Iglesia, ¿significa que acepto todo lo que se ha dicho de mí en esos artículos?
Cauchon: Sí. También significa que aceptas las determinaciones que ésta tome para que retornes al camino del bien.
Juana: (Dudando. Exhausta, mira a La Pierre, desesperada) Me quiero someter al Concilio general de Basilea.
Cauchon: ¡Cállese, por Dios!
Juana: ¡Me lo niega porque sabe que allí hay tantos de mi partido como del vuestro!
Cauchon: (A la Pierre) Suprima ese pasaje.
Juana: ¡Se conserva todo lo que está en mi contra, pero no lo que está a mi favor!
Cauchon: Ya veremos si mañana en la plaza pública, persevera en su obstinación.

Los jueces se retiran. Juana queda sola.


Juana en la prisión

Juana: La luz. ¿Dónde está la luz? Necesito la luz del sol. Si no, siento que voy a morir como una flor marchita. ¿Por qué me han abandonado? ¿No pueden acaso presentarse en esta oscuridad, en esta inmundicia? Necesito la luz en el rostro, ahora mis mejillas sólo se entibian con mis lágrimas. Trato de mirar estas paredes con otros ojos, busco tu nombre en los ladrillos, busco tu mano en las ventanas, cruces en los barrotes. Pero sólo escucho voces extrañas que me asustan y me hablan de torturas, fuego y desgracia. Ahora no tengo mi espada, debo luchar sólo con el filo de mis palabras, pero no hay fortificaciones tomadas, ni banderas flameantes. Por favor díganme respuestas que disuelvan sus tropas, palabras que tomen prisioneros de guerra, frases que derroten enemigos. Sus hábitos son armaduras impenetrables. Dios, tú los armaste con ellos. No me abandones.


Abjuración

Entran los jueces. Al centro instalan un poste utilizado para las ejecuciones.

Cauchon: En nombre de tus jueces, te advierto y exhorto, por el amor que tienes a tu salvación espiritual y corporal, que corrijas y enmiendes los errores antes mencionados, que retornes a la vía de la verdad, obedeciendo a la Iglesia, y sometiéndote a los juicios y determinaciones ya enunciados. Así, salvarás tu alma y rescatarás tu cuerpo de la muerte. (A Juana) ¿Quieres revocar tus dichos y hechos?
Juana: Me remito a Dios y a Nuestro Santo Padre el Papa.
Cauchon: No es suficiente. No podemos ir a buscar tan lejos al Santo Padre. Es necesario que te sometas a nuestra Santa Madre Iglesia, y a lo que nosotros hemos determinado de tus actos y palabras. Te lo pregunto una vez más, ¿quieres revocar? (Juana no responde) Si no lo haces, si perseveras, debes saber que tu alma será condenada y tu cuerpo, destruido. ¿Quieres revocar?

Juana no responde. Unos soldados comienzan a traer leña y la apilan bajo el poste.

Cauchon: Te declaro excomulgada y herética. Serás entregada a la justicia secular, como miembro de Satanás, separado de la Iglesia. Llévensela.
Juana: (Juana es conducida hacia el poste, se resiste.) Quiero hablar. (Cauchon hace un gesto para que dejen de empujarla). Me someto a todo lo que la Iglesia y la gente de Iglesia quiera decir y sentenciar. Obedeceré a lo que me ordenen y sea su voluntad. Revoco mis actos y palabras.

Juana es alejada del poste y vuelta al lugar anterior. Cauchon le hace un gesto a La Pierre, quien le extiende un documento a Juana para que lo firme.

Juana: No sé leer, ni escribir.
Cauchon: Al firmar este documento vuelves a la vía de la verdad por la gracia de Nuestro Señor y por el sabio consejo de los hombres de Iglesia. Abjuras, detestas y reniegas de todos tus crímenes y te sometes a la corrección, disposición y total determinación de Nuestra Santa Madre Iglesia. (Juana firma.) Te absolvemos de la excomunión. Sin embargo, atendiendo a los delitos temerarios que has cometido, te condenamos, como penitencia para la salvación de tu alma, a la prisión perpetua con el pan del dolor y el agua de la angustia.
Juana: Pido ser conducida a prisión eclesiástica, custodiada por mujeres.
Cauchon: Llévenla donde estaba y que le den vestido de mujer.

Sacan a Juana y la conducen a su prisión, le ponen un vestido. El poste sigue instalado en el centro.


Juana vuelve a tomar ropa de hombre

Juana: Todo lo que dije, lo dije por miedo al fuego. ¡He condenado mi alma! En medio de la muchedumbre, escuché tus palabras, Santa Catalina: “tendrás socorro, serás liberada por gran victoria”. Si las puertas de la ciudad se hubieran abierto en ese mismo instante, los estandartes de Alençon y Dunois, los pendones blancos y las flores de Lis, el Delfín al mando de un ejército. Pero no, no era así que estaba escrito. Y tus palabras me decían: “Acepta todo tal como es, no te preocupes por tu martirio, te encontrarás al fin en el reino del paraíso.” ¡Y yo que pensé que mi martirio era mi prisión! ¡Pobre de mí! ¡Que aún esperaba ser liberada por una batalla! Pobre de mí, que he condenado mi alma por miedo al fuego. Pobre de mí, que he renegado de mi verdad, de mí misma y de Dios. Heme aquí víctima del miedo. (Juana se saca el vestido y se pone ropa de hombre.) Aunque esto signifique mi condena aquí en la tierra, aunque mi cuerpo sufra los castigos del fuego, no te negaré. He hecho todo lo que me has pedido, no te fallaré ahora.


La reacción de Cauchon

Cauchon se abre paso entre Warwick y los soldados ingleses. Juana está de pie, fría.

Cauchon: ¡Déjenme pasar! Juana, ¿por qué te has vestido de hombre? Prometiste no hacerlo más. ¿Quién te ha aconsejado hacer esto?
Juana: Lo adopté por mi propia voluntad. Y no recuerdo haber prometido no volver a hacerlo.
Cauchon: ¿Has oído las palabras de Santa Catalina y Santa Margarita, desde el día de tu abjuración?
Juana: Sí.
Cauchon: ¿Qué te dijeron?
Juana: Me dijeron que me enviaban la misericordia de Dios, puesto que al abjurar lo había traicionado y al retractarme para salvar mi vida, me estaba condenando.
Cauchon: Y el documento que firmaste, Juana. ¿No te acuerdas?
Juana: Todo lo que hice, lo hice por miedo al fuego.
Cauchon: ¿Sabes lo que significa esto?
Juana: Sí, y no tengo miedo.


La hogera

Mientras el Ermitaño habla, Juana es vestida con un vestido de tela grueso. La Pierre le da la comunión. Le sueltan sus cadenas y es conducida frente al poste. Los tres hombres, La Pierre, Warwick y Cauchon presencian cómo es encadenada al poste por un soldado.

Ermitaño: La plaza estaba agitada ese día. Había llegado atraído por el ruido. El sonido de sus pies descalzos sobre el suelo de piedras. (Juana y el Ermitaño se encuentran) En medio de la muchedumbre sólo pude tocar su rostro. “Muéstrame la luz, estoy ciego”, le dije. “La luz está en ti”, fueron sus palabras.
Cauchon: Juana, ve en paz, la Iglesia ya no puede protegerte y te entrega a manos seculares.

Se enciende la hoguera. La Pierre sale en busca de una cruz y la levanta a los ojos de Juana. Juana sonríe.

Juana: El viento pasa por mis orejas, lo siento, siento el viento. ¿No lo ven? ¿No ven mi pelo que se agita? No. No pueden verlo. No pueden ver las hordas de ángeles en los campos, el ejército sostenido por una mano invisible. Mi estandarte. Una vez una imagen, de mi imagen reflejada en una fuente me habló. Me tocó, sentí el rocío de su piel, sentí el frescor de lo infinito. Luego vinieron las revelaciones, mi espada llena de óxido corta con la incredulidad, su óxido se desprende como yo me desprendo hoy de mis trajes de mujer, se desprende como me desprendí de mis hojas en el suelo, de mis atardeceres rodeada de tallos y árboles conocidos, se desprende como me desprendo de la vida que antes conocí, se desprende como el miedo que no quiere pero me abandona. Las hojas caen, mi cuerpo se sumerge, siento el vacío. Mi espíritu está tranquilo, mi mar está quieto. No hay olas. (Aparece San Miguel en medio de una gran luz. Juana le habla) San Miguel... me hablas. Tus ojos incandescentes queman mis pestañas, vuelven sal inútil mis lágrimas, dan fuerza a mis manos. Tus ojos son mares quietos, arenas movedizas de mi alma. Me creí inmortal y tuviste que recordarme el comer, acariciar al caballo, hablarle a la oreja. ¿Para qué? ¿No me sostenía acaso tu mano? Tu mano sostenía mi corazón, mi corazón sostenía mi cuerpo, mi cuerpo sostenía la batalla y el estandarte, el estandarte sostenía a los soldados, los muertos las victorias. La muerte sostenía mi valor. Mi muerte. Mi descanso, mis ojos volviéndose incandescentes. No lo comprendí hasta el dolor, el abandono, el descorazonamiento. Pero tu mano, tu mano en mi pecho, lo hace inquebrantable, háblame, dime palabras con tu lenguaje de ángel, dime palabras angélicas que anulan la fealdad de las que no lo son. Llévame contigo, quiero tocar las nubes, conocer esa blandura imposible para los humanos.

Juana muere. Entra Juana Niña, vestida idéntica a Juana. San Miguel la toma de la mano y sale con ella.


Ermitaño

Ermitaño: (Después de una pausa larga) Entonces pude llorar. Las sal de mis lágrimas sanó mi dolor. Dejé de buscar y sentí su amor infinito. Lo último que recuerdo de ese día es el crepitar del fuego. Dicen que ella sonrió y que después su cabeza se desplomó hacia adelante. Dicen que una paloma se alzó entre las llamas, yo no pude verlo. Sólo percibí el silencio, el suspiro suspendido de un millón de alientos, el inquieto escalofrío subiendo por las espaldas. Salvo su corazón, todo su cuerpo quedó reducido a cenizas. Salvo su corazón, todo su cuerpo se consumió en el fuego.



Santiago de Chile 1999-2000


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