Soledad Lagos
 


Conferencia  dictada en Goethe-Institut de Chile, con motivo del lanzamiento del número especial de la revista Theater der Zeit. Titulado: Chile vom rand ins Zentrum, edición bilingüe alemán-español. 

Santiago, 07, octubre,  2008.

Intentar percibir al otro o lo otro significa entender más de uno mismo y, en última instancia, vivir una existencia más rica: de acuerdo a Todorov, en su texto fundacional de la crítica postcolonial, La conquista de América, los españoles estuvieron incapacitados de percibir al otro o lo otro en la época de su llegada a América, porque lo vieron todo a través de los parámetros que traían del Viejo Mundo: definían a través de la comparación, incluso cuando suponían estar describiendo un mundo desconocido, que los desbordaba. Si bien es comprensible y quizás muy humano utilizar mecanismos clasificatorios de la información remitiéndonos a nuestros propios parámetros, incluso como estrategia de supervivencia en casos extremos, es preciso tomar conciencia de que ellos están más enraizados de lo que pensamos en nuestra socialización: Edward Said analiza cómo los prejuicios acerca de lo desconocido (lo otro y el otro) se transmiten de generación en generación, por ejemplo mediante lecturas formativas (en su caso, analiza cómo se cimienta el desconocimiento o la negación del otro o lo otro en la cultura inglesa recurriendo a novelas escritas en esa lengua durante el siglo XIX, textos donde los subordinados provienen de las colonias y, por lo general, de otros grupos étnicos y raciales que los colonizadores. A estos colonizados se les adscriben rasgos de personalidad y comportamiento que influyen en forma decisiva en plasmar la mirada que se comienza a tener sobre ellos: que los indios son flojos y mentirosos, que los negros tienen una extraordinaria capacidad física y sexual, que justificaría utilizarlos como obra de mano barata, pero también soñar con ellos como sementales, etc.

El viaje, como experiencia decisiva para la percepción del otro y del mundo y como instancia de conocimiento, conlleva la aceptación de la voluntad, al menos, de aprender de lo desconocido, sin esperar ver confirmadas las propias visiones de mundo mediante este contacto, sino más bien estar dispuestos a revisar nuestros prejuicios a través de la apertura hacia estos entornos, seres, culturas y mundos que se conviene en llamar desconocidos. Esta apertura presupone situarse en el lugar del viajero como un paseante que se deja acompañar en su búsqueda, pero que también acompaña a otros, precisamente porque busca respuestas que quizás nunca encuentre a las preguntas que se hace, pero cuyo recorrido va a haber justificado todos sus esfuerzos cuando revise su propia existencia.

Para acercarse a una percepción lo menos distorsionada posible (en el sentido de lo menos desprejuiciada posible) del otro o lo otro, es indudable que saber la lengua que ese otro habla es un elemento central para la comunicación. Central, aunque no siempre imprescindible, porque hay cosas que se aprenden y se aprehenden en silencio, que es otra manera de comunicarse.

Percibir lo desconocido con el menor grado posible de distorsión presupone llevar a efecto innumerables procesos de revisión, traducción y apropiación de códigos verbales y no verbales, culturales, socio-políticos, etc., que posibiliten el diálogo con ese otro. Traducir, como yo concibo la práctica de la traducción, que termina siendo una práctica de vida, es literalmente übersetzen: acompañar a otro en su viaje hacia la otra orilla, como un barquero que nos transporta hacia donde queremos llegar. Traducimos a diario en múltiples situaciones cotidianas y dentro de nuestra propia lengua, cultura y sociedad, no sólo lo hacemos cuando ponemos en contacto a dos personas que provienen de diferentes contextos geográficos y culturales, es decir, cuando traducimos de una lengua extranjera a la propia.

Dialogar, entonces, no significa aceptar en forma pasiva modelos y parámetros de otra cultura, sino aprender de ella también ejerciendo la crítica (ojalá siempre constructiva) de estos modelos y parámetros, para entender algo más de la cultura propia y contribuir a mejorarla con nuestro quehacer. Dialogar con otro es hablar mirándose a los ojos, es estar a la misma altura sólo por el hecho de saber que compartimos la condición de viajeros, paseantes, testigos y sujetos activos en nuestra época y sociedad, en nuestra vida, independientemente de las características particulares con las que la vivamos, porque siempre las similitudes van a ser más numerosas y más trascendentales que las diferencias en los seres humanos: en el fondo, todos deseamos amar y también a todos nos gusta sentirnos amados y ese solo hecho nos acerca más de lo que nos aleja y sin duda condiciona nuestra forma de situarnos en el mundo.

Aprender a dialogar es el primer paso para vivir una vida gozosa, donde el proceso de aprendizaje no termina nunca, ni siquiera con nuestra muerte, porque si hemos sido capaces de acompañar a otros a la otra orilla con alegría, honestidad y amistad; es decir, con pasión y corazón, seguiremos vivos en su recuerdo, habremos traspasado a otros la curiosidad perpetua por querer saber y conocer no sólo con el intelecto, los habremos contagiado con la actitud de búsqueda y a la vez de cuidado hacia nuestro entorno y nuestros semejantes y habremos entendido quizás el significado de la frase: “Mi hogar es ahí donde están mis zapatos”, como dice una sabia canción del noreste brasilero.

La edición de esta separata constituye un hermoso ejemplo de diálogo fructífero y constructivo, al que todos los convocados a participar en ella estuvieron dispuestos. Agradezco el tiempo, la cooperación activa y la generosa disposición demostrados por las autoras y autores, las traductoras, las directoras y los directores teatrales, las actrices y actores y las fotógrafas y fotógrafos chilenos, pero también les agradezco las mismas cosas a todos los miembros del equipo de la revista “Theater der Zeit” en Berlín, representado aquí por su editor, Harald Müller, quien ha viajado especialmente a Santiago a dialogar con todos nosotros, los viajeros chilenos del teatro.

A nivel muy personal, a mis padres y mi abuela materna, viajeros que hace algún tiempo partieron a otras dimensiones a continuar sus recorridos, les agradezco haber entendido mientras vivieron esa nostalgia de la lejanía (Fernweh) con la que al parecer nací y haberme apoyado y acompañado siempre desde aquí una vez que partí a Alemania con una beca del DAAD que cambiaría mi vida para siempre. Entre los sobrevivientes, les agradezco a mis dos hermosas hijas, Amalia y Eloísa Kassai el regalo de su existencia y la aventura del aprendizaje conjunto y en Agustín Letelier, Alexander Stillmark y Dieter Strauß, presentes en esta sala, veo personificadas la compañía y el apoyo incondicional y constante que me entregaron en su momento mis maestros y mentores Hildgard Thomas y Franz Ecker y me siguen entregando Thomas Scheerer, Peter Waldmann y Hubert Zapf al otro extremo del mundo.

Muchas gracias. 

 

M. Soledad Lagos, Dr. phil.                                     



 

 



 

 

 

 

Desarrollado por Sisib, Universidad de Chile, 2006